La semana pasada vi la transmisión en vivo de la ceremonia de beatificación de cuatro nuevos mártires de la Iglesia Católica de El Salvador: el Padre Rutilio Grande, SJ, Manuel Solorzano, Nelson Rutilio Lemus y Fray Cosme Spessoto, OFM. Para mí, un sacerdote que pasó 20 años como misionero en su país después de la muerte de ellos, fue una experiencia sobre acontecimientos que sucedieron en un lugar remoto y hace mucho tiempo y que me parecían, sin embargo, tan cercanos, que a veces me hacían contener el aliento.

En una pantalla se muestran imágenes del Padre jesuita Rutilio Grande y del Padre franciscano Cosme Spessotto, fila superior, y de los laicos Nelson Rutilio Lemus y Manuel Solórzano, durante su misa de beatificación en San Salvador, El Salvador, el 22 de enero de 2022. (Foto CNS/ José Cabezas, Reuters)

Unas horas más tarde, me encontré con una frase del Padre Paul V. Mankowski, SJ, algunos de cuyos ensayos han sido recopilados en un libro llamado “Jesuit at Large” (Ignatius Press, $15.26). En un ensayo sobre la Inmaculada Concepción, el Padre Mankowski escribió:

“Si piensas acerca de los dos o tres santos a quienes tú mismo les tienes la más profunda devoción, ¿no sucede acaso que lo que, en parte, te atrae y te fascina de estos santos es que puedes identificarte con el tipo de fragilidad que ellos poseen?, ¿y a que se trata de una fragilidad sobre la que su heroísmo resplandece con particular gloria a tus ojos y en tu corazón? ¿No es acaso porque, dado que puedes ver la obra de Dios en la debilidad de ellos, puedes llegar a aceptar la posibilidad de que Dios esté obrando también en tu debilidad?”.

Ese pensamiento me recordó un lema común de Alcohólicos Anónimos: “Tus fortalezas son tus debilidades y tus debilidades son tus fortalezas”. La fragilidad de un santo puede ser como un vitral que nos permite ver la multitud de colores de la luz del sol en un diseño de la gracia. En pocas palabras: la gloria de Dios es más colorida cuando se contrasta con la debilidad humana. Como dice San Pablo: “Cuando soy más débil, soy más fuerte” (2 Corintios 12, 9–10)

Sin embargo, esta idea no se manifestó tan claramente durante la beatificación. Yo pensaba especialmente en el más conocido de los cuatro mártires, el padre Rutilio

Grande. La ceremonia destacó su compromiso con la evangelización de los pobres del campo y su búsqueda de la justicia para ellos. Se habló mucho también sobre la sangrienta represión que duró 12 años y ocurrió antes y durante la guerra civil de El Salvador. Y también se destacó el tema de la “reivindicación” o justicia para los ignorados de la historia.

Lo que no se enfatizó fue cómo los cuatro murieron en medio de las corrientes entrecruzadas de un conflicto violento que se extendió mucho más allá de las fronteras de El Salvador. El sucesor de San Óscar Romero en el arzobispado de San Salvador, Don Arturo Rivera y Damas, solía decir que El Salvador fue un campo de batalla durante la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, cuyos combatientes eran como peones en un tablero de ideologías y preocupaciones que no siempre formaban parte sus propios intereses.

El arzobispo tenía otra metáfora para la guerra y para lo que éstz orilló a la Iglesia a hacer. Cuando se incendiaba una casa, explicaba, lo primero que hay que hacer es poner a sus habitantes fuera de peligro. Luego, por supuesto, hay que ver la causa del incendio.

Los cuatro nuevos beatos fueron todos quemados vivos en el fuego del conflicto social de El Salvador. Fray Cosme era un religioso, casi perfectamente apolítico. Los dos laicos que acompañaban al padre Rutilio difícilmente eran figuras revolucionarias.

Era el padre Grande, por otra parte, quien era considerado como un revolucionario. Párroco de una región pobre del área rural de El Salvador, la cual bullía de agitación, tenía fama de ser un orador fogoso y opositor del gobierno. Su retórica era algunas veces muy aguda, como cuando definió al gobierno como un “desorden establecido”, que solamente estaba al servicio de la minoría de los ricos “Caínes” que oprimían a sus hermanos “Abel”.

Una pintura de San Oscar Romero y del Padre Jesuita Rutilio Grande se ve en la rectoría de la Iglesia de San José en Aguilares, El Salvador. (Foto CNS/Octavio Durán)

Recuerdo que el arzobispo Rivera me decía que el padre Grande no se benefició de la actitud de muchos que decían idolatrarlo y que lo convirtieron en un ícono político. Él no era un hombre “político” sino “pastoral”, aunque algunos de los que trabajaron con él eran ideólogos. Un folleto escrito por uno de sus colegas cambió la declaración de San Pablo de “Ay de mí si no evangelizara” (1 Corintios 9,16) a “Ay de mí si no concientizara y politizara”.

Monseñor Fabián Amaya, una gran figura de la Iglesia de El Salvador, famoso por su simpatía hacia la oposición, le dijo una vez a un grupo de misioneros estadounidenses que el Beato Rutilio era radicalmente un pastor, más que un

pastor radical. Dijo que poco antes de su muerte, el Padre Grande se había “deshecho” de los líderes pastorales de las comunidades cristianas que encabezaban las células de las “organizaciones” que generalmente eran de izquierda.

Él no tenía problemas con comprometerse con las organizaciones que eventualmente se incorporaron a la revuelta armada en contra el gobierno, dijo Mons. Amaya, pero, como párroco, enfatizaba que la Iglesia no podía identificarse completamente con ningún movimiento político.

En cuanto a debilidades y dificultades, el padre Grande tenía algunas: provenía de un hogar de padres separados, tenía severas crisis emocionales (incluso, misteriosamente, tuvo una antes de su ordenación) y con frecuencia se sentía muy incómodo ejerciendo como párroco en medio de conflictos sociales.

Era un hombre de muchas contradicciones: un león en el púlpito, pero también un sacerdote necesitado de ayuda psiquiátrica que les pidió, sin éxito, a sus superiores que lo relevaran de sus funciones. Era un hombre del pueblo, pero que contaba con el apoyo de las autoridades eclesiásticas. No dudó en criticar a las autoridades que tenían el poder en el escenario nacional. De hecho, es recordado por haber hecho esto en una misa con motivo de la fiesta del Divino Salvador, en la que predicó en presencia del presidente del país, así como también de los miembros de la jerarquía política y religiosa del país. Envió dos cartas al presidente explicando su trabajo pastoral y sus afinidades, como conformes con el Evangelio y con la constitución del país.

Como Manuel Solorzano, el anciano que fue su sacristán y Nelson Lemus, el joven que lo ayudaba en lo que podía en la parroquia, el padre Grande encontró la muerte en un lugar en el que debería haber estado a salvo: de camino a un feliz acontecimiento, a una misa de novena en su ciudad natal, en honor a su patrono, San José. Un hombre de la localidad que había conocido de toda la vida al beato Rutilio y a su familia fue el Judas que les indicó a los asesinos que dispararan contra el auto del Padre Grande. Esa casa en llamas que era El Salvador tuvo tres víctimas más.

Me pregunto qué habrán pensado ellos del espectáculo de la beatificación de ellos, al cual asistieron el presidente de El Salvador y tantas figuras del sistema establecido. ¿Habrán velado y orado desde el cielo por su país, aún tan dividido y todavía luchando por su fe? Soy consciente de que me vino a la mente la frase con la que George Bernard Shaw concluye su obra sobre Juana de Arco: “¡Oh, Dios!, que creaste este mundo maravilloso, ¿cuándo estará preparado para recibir a tus santos? ¿Hasta cuándo, Señor?, ¿hasta cuándo?”.