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“¿Todavía creemos en el purgatorio?”

Fue una pregunta que me hizo mi mamá unos años después de que empecé a trabajar como periodista católico. Mi mamá había tenido una buena formación en la fe. Durante un tiempo, mucho antes del Concilio Vaticano II, ella vivió en una comunidad cristiana laica, y formó parte del movimiento litúrgico inglés, también antes del Concilio.

Sin embargo, su pregunta fue para mí un ejemplo de la confusión que existió en ese período de agitación y cambios que siguió al concilio (y que estaba ocurriendo simultáneamente en muchas partes del resto del mundo). El Vaticano II fue un regalo del Espíritu santo. Si no hubiera habido un concilio, creo firmemente, que la Iglesia hubiera estado en una situación mucho peor durante los años tumultuosos que sobrevinieron después. Pero para muchos católicos, los cambios que ocurrieron —tanto superficiales como significativos— fueron vertiginosos.

Cuando reflexiono sobre el motivo por el cual el Papa San Juan Pablo II quiso crear el Catecismo de la Iglesia Católica, me viene a la mente la pregunta de mi mamá. Dos décadas después del concilio, los líderes de la Iglesia experimentaron la necesidad de un compendio autorizado sobre las enseñanzas de la Iglesia. Pero el catecismo, en sí mismo, reflejaba el espíritu del concilio. La obra se basó, en gran medida, en los Padres de la Iglesia y en las Escrituras, así como también en los documentos de la Iglesia. Procuró comunicar no sólo la amplitud y la profundidad de las enseñanzas de la Iglesia, sino también su belleza.

Para aquellos que tienen un recuerdo lejano del aprendizaje de memoria propio del Catecismo de Baltimore, el Catecismo de la Iglesia Católica fue una sorpresa. Al leerlo por primera vez, un amigo mío, lo definió como “lírico”. El libro está dividido en cuatro partes y sus pilares son la profesión de fe, los sacramentos, las enseñanzas morales y la oración. Esa cuarta sección sobre la oración fue particularmente pastoral y meditativa. “La oración es la vida del corazón nuevo”, empieza diciendo una sección, y cita luego a San Gregorio Nacianceno: “Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar”. Pero luego agrega, “no se puede orar «en todo tiempo» si no se ora, con particular dedicación, en algunos momentos”, empezando a exponer, a continuación, una presentación sobre los tipos de oración.

Es un libro extenso, de unas 900 páginas, que cuenta con párrafos numerados como referencia y también con un glosario. Un defecto que tiene es su índice, que exaspera por su inadecuación, problema no se ha solucionado aún, al cabo de 30 años.

La publicación del catecismo no fue acogida inmediatamente por todos. Después de todo, los debates que suscitaron la necesidad de ese libro no concluyeron con su llegada. En el ámbito de la educación religiosa, los obispos de Estados Unidos emprendieron una campaña de constante presión para lograr que la instrucción religiosa asumiera al catecismo como base. Exigieron que fuera una referencia bien aprovechada y que no se le olvidara en un estante.

Actualmente, todos los programas importantes de educación religiosa de este país han pasado por un “proceso de conformidad” en base a una revisión y corrección; una colaboración que involucró a la conferencia de los obispos, así como también a expertos y editores. Fue un logro monumental.

La intención original de Roma era que el catecismo estuviera destinado a un uso profesional, como cuando los obispos trabajaban con editores de catequesis. Se alentó a las conferencias de obispos locales a crear versiones más fáciles de usar, como lo hizo la nuestra, al crear el Catecismo Católico para Adultos de los Estados Unidos. Un colaborador importante en la creación de ese popular volumen fue el difunto padre Alfred McBride, O. Praem., un catequista y autor experimentado que incorporó la narrativa en el texto, añadiendo, también, meditaciones y preguntas de discusión.

Pero el Catecismo original de la Iglesia Católica sigue siendo un éxito de ventas y se utiliza en muchas parroquias, y no sólo como un libro de referencia.

Hace algunos años, yo participé en una reseña —de tres años de duración— del catecismo, destinada a líderes parroquiales y a otros feligreses interesados. Fue desarrollada por el padre James Shafer, un párroco notable de Fort Wayne, Indiana, y tuvo tanto éxito que la repitió durante otro ciclo de tres años. El impacto fue espectacular, y les proporcionó a los feligreses una nueva confianza en el conocimiento de su fe.

La intención del Papa Juan Pablo II fue la de que el Catecismo fuera una “presentación sistemática”, es decir, un recurso y un apoyo, pero no una expresión inamovible de la fe. De hecho, en la edición más reciente, la enseñanza sobre la permisibilidad de la pena de muerte cambió de permitirla en “los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo, que suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos” a ser “inadmisible”.

Tampoco es un sustituto de una lista de cotejo para lograr el encuentro con Cristo y la experiencia del amor divino, que es el núcleo de la fe cristiana. “El objetivo principal de nuestra fe no es una proposición sino una persona”, dijo Santo Tomás de Aquino.

El catecismo no es un garrote para golpearse mutuamente unos a otros, aunque parece que practicamos bastante eso en nuestros días. Cumple, más bien, su propósito cuando “cada uno comprende que todo acto de virtud perfectamente cristiano no tiene otro origen que el amor, ni otro término que el amor”, como dice el Catecismo Romano.

Y sí, mamá, todavía creemos en el purgatorio. Eso está en el párrafo 1030.