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¿Qué es lo que los católicos creen exactamente? Hace treinta años, la Iglesia dio una respuesta a la que vale la pena echarle un vistazo.

Dorothy Day llegó al meollo del problema. La cofundadora del Movimiento de Trabajadores Católicos, cuya ortodoxa fe coexistía con opiniones sociales radicales, dijo que no quería que la llamaran santa porque entonces la gente dejaría de prestar atención a lo que decía. (Es difícil saber qué diría Day ahora que su causa de canonización está en proceso y que ya tiene el título de Sierva de Dios).

La situación es, obviamente muy diferente por lo que respecta al Catecismo de la Iglesia Católica, que no es una persona sino un libro y que, por lo tanto, no es candidato a la santidad. Sin embargo, 30 años después de su publicación, el catecismo puede correr el riesgo de convertirse en el equivalente literario de un santo: en un objeto de respeto y veneración que ocupa un lugar apreciable en la Iglesia pero que no recibe la atención que merece por parte de muchos de los fieles.

Si es ése el caso, es una gran pérdida, aunque no tanto para el catecismo como para la gente que no lo lee. Después de tres décadas, este volumen ha envejecido notablemente bien y, aunque no es exactamente lo que uno llamaría una lectura agradable, es un libro que, al ser leído lenta y cuidadosamente, es capaz de atraer la atención, de elevar la mente y, de vez en cuando, incluso de reconfortar los corazones. Es decir, es perennemente actual precisamente por su atemporalidad.

“Este catecismo fue concebido como una presentación orgánica de la fe católica en su totalidad”, anuncia audazmente el texto que aparece al comienzo. Hoy en día, igual que hace 30 años, ése es un objetivo abrumadoramente ambicioso que logra, por demás, alcanzar con notable éxito.

El San Papa Juan Pablo II le encargó al Cardenal Joseph Ratzinger, el futuro Papa Benedicto XVI, la supervisión de la redacción del catecismo durante la década de 1980. El Papa Benedicto calificó más tarde la finalización de ese proceso de siete años como un “milagro”. | CNS/PRENSA CATÓLICA

Es, pues, indispensable mencionar aquí algo de su historia.

En enero de 1985, el Papa San Juan Pablo II convocó una “asamblea general extraordinaria” del Sínodo Mundial de los Obispos, para discutir los éxitos y fracasos en la implementación del Concilio Vaticano II durante las dos décadas anteriores, es decir, a partir de su clausura. Uno de los principales problemas de aquellos tiempos era el surgimiento de la disidencia pública —y, con ella, de la confusión pública— con respecto a las enseñanzas de la Iglesia.

Ahora, 400 años después del Catecismo del Concilio de Trento, ¿no era, acaso, el momento propicio para un nuevo catecismo universal que expusiera la doctrina católica a la luz del Vaticano II, tal como lo había hecho su predecesor después del concilio de Trento?

La respuesta del sínodo fue un rotundo sí. El Papa estuvo inmediatamente de acuerdo. Con lo cual había nacido ya —cuando menos conceptualmente— el Catecismo de la Iglesia Católica.

El interior de la Basílica de San Pedro en el Vaticano. (Shutterstock)

Se estableció una comisión de 12 cardenales con el fin de redactar el texto, presidida por el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y asistida por un comité de siete obispos diocesanos. Echando la mirada muchos años hacia atrás, el cardenal Ratzinger, ahora conocido en el mundo como el Papa Benedicto XVI, consideró “un milagro... que este proyecto fuera finalmente exitoso”.

Una razón obvia de su sorpresa fue la gran magnitud del proyecto. Los participantes del sínodo habían pedido “un catecismo o compendio de toda la doctrina católica con respecto a la fe y a la moral” para que sirviera como punto de referencia para los catecismos nacionales. La presentación de la doctrina, dijeron ellos, tenía que ser “bíblica y litúrgica” así como también “adecuada a la vida actual de los cristianos”.

Eso habría sido mucho pedir, incluso, en las mejores circunstancias, y las circunstancias que rodearon la redacción del catecismo estaban lejos de ser las mejores. De hecho, no todos acogieron bien la idea de un catecismo universal, especialmente aquellos que consideraban que la disidencia doctrinal y la confusión favorecían sus propósitos y que desearían, gustosamente, que continuara. Visto desde esa perspectiva, un texto autorizado que expusiera la fe de la Iglesia en blanco y negro sólo serviría para interponerse en su camino.

Sin embargo, y a pesar de la oposición, durante los siguientes siete años el “milagro” del cardenal Ratzinger fue avanzando con consistencia. Escrito inicialmente en francés, incluyó la preparación de nueve borradores separados. La comisión de cardenales encargados les envió un texto preliminar a los obispos del mundo, solicitando sus comentarios, y poco tiempo después empezaron a llegar las respuestas. Aunque la reacción al texto fue generalmente positiva, llegaron 24,000 comentarios distintos, que proponían adiciones, sustracciones y cambios.

El texto aprobado se publicó finalmente el 11 de octubre de 1992 —coincidiendo, notoriamente, con el 30 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II— junto con una “constitución apostólica” del Papa Juan Pablo titulada “Fidei Depositum” (“El depósito de la fe”).

Así como el Papa San Juan XXIII había convocado el concilio con el objetivo de salvaguardar el cuerpo de doctrina confiado a la Iglesia y de hacerlo más accesible, así también, el Papa Juan Pablo dijo que el Catecismo de la Iglesia Católica se presentaba ahora como “regla segura para la enseñanza de la fe y como un instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial”.

Citando la primera carta de San Pedro, el Papa dijo que el catecismo estaba destinado a los pastores de la Iglesia en su calidad de maestros, a los laicos católicos que buscan profundizar su fe y que “es ofrecido a todo hombre que nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros... y que quiera conocer lo que cree la Iglesia Católica”.

El texto, que adopta la misma estructura que el Catecismo del Concilio de Trento, organiza sus 2,865 párrafos numerados en cuatro grandes apartados (“pilares”): el credo, la liturgia y los sacramentos, el modo de vida cristiano considerado según el orden del Diez Mandamientos, y la oración abordándola en relación con las peticiones del Padre Nuestro.

Al presentar el catecismo, el Papa Juan Pablo enfatizó la naturaleza cristocéntrica de esta estructura: “nuestro Salvador, muerto y resucitado, está siempre presente en su Iglesia, de manera especial en los sacramentos. Él es la verdadera fuente de la fe, el modelo del obrar cristiano y el Maestro de nuestra oración”.

Aun si las formulaciones doctrinales son el núcleo central del catecismo, el texto incluye también muchas otras cosas. Una de las características del catecismo es su amplio uso de material extraído de fuentes que incluyen el Antiguo y el Nuevo Testamento, los Padres y doctores de la Iglesia, los concilios ecuménicos, los documentos papales y el derecho canónico. De esta forma el lector entra en contacto con la fe vivida tal como ha sido transmitida a lo largo de los siglos y expresada por personajes tan diversos como san Agustín y santo Tomás de Aquino, santa Teresa de Ávila y santa Teresa de Lisieux.

Pero para los lectores que no quieren tantas palabras, el Vaticano publicó en 2005 un Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, descrito por el Papa Benedicto XVI como una “síntesis fiel y segura” de aquella obra más antigua y extensa. El compendio, dijo él, organizado según el mismo esquema del catecismo, establece los elementos de la fe católica de manera más breve, con el objeto de hacer que el catecismo sea “más ampliamente conocido y más profundamente comprendido”.

La cuarta sección del catecismo, que es un tratado sobre la oración basado en el Padre Nuestro, concluye con una oración de San Cirilo de Jerusalén, doctor de la iglesia del siglo IV.

Treinta años más tarde, las palabras de este gran doctor ofrecen una conclusión adecuada a esta notable obra: “Después, terminada la oración, dices: Amén, refrendando por medio de este Amén, que significa “Así sea”, lo que contiene la oración que Dios nos enseñó”.

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Russell Shaw es un escritor independiente de Washington, D.C. Es autor de más de 20 libros y se desempeñó anteriormente como secretario de asuntos públicos de la Conferencia Nacional de Obispos Católicos/Conferencia Católica de los Estados Unidos de 1969 a 1987.