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Hace treinta años —el 11 de octubre de 1992— fue publicado el Catecismo de la Iglesia Católica.

Si el catecismo es solamente un libro que usted tiene en un estante, tómelo de allí y ábralo; se sorprenderá por su contenido.

Las doctrinas y enseñanzas de la Iglesia y todas las normas de nuestra fe se encuentran presentadas allí con claridad y autoridad. Pero se trata de algo que va más allá de una colección de reglas.

En estas páginas, usted escuchará lo que la voz de la Iglesia ha dicho a lo largo de los siglos a través de los profetas, de los apóstoles, de los Padres de la Iglesia, de los santos, de los papas y de los concilios de la Iglesia. Se encuentran ahí, también, ecos de antiguas plegarias y liturgias.

Al Papa Juan Pablo II le gustaba decir que las enseñanzas de la Iglesia son como una sinfonía. Cada enseñanza es esencial para el todo, y todas ellas están unidas en una sola revelación de lo que es Dios y de para qué nos creó.

Aquello en lo que creemos tiene como fin el conducirnos a seguir a Aquel en quien creemos, a rendirle culto y a hacer que su enseñanza sea el camino y la verdad que guíe nuestra vida. En el centro mismo del catecismo se encuentra Jesucristo.

“El único que enseña es Cristo”, leemos ahí, “y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca” (CIC 427).

Todo maestro y catequista debería orar y reflexionar sobre estas palabras diariamente.

Cada párrafo del catecismo está lleno de citas y de palabras tomadas de las Escrituras.

Si lee este libro, acompañándolo con la lectura de su Biblia y buscando ahí el contexto de estas citas, si va siguiendo las múltiples referencias cruzadas que se encuentran en casi todos los párrafos, el catecismo llega a convertirse en una lectura espiritual.

Usted se verá sumergido en el misterio de la historia de la salvación: “Desde el poema litúrgico de la primera creación hasta los cánticos de la Jerusalén celestial, los autores inspirados anuncian el designio de salvación como una inmensa bendición divina.” (CIC 1079).

Hay ahí hermosos sumarios del sentido de nuestra vida: “Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo” (CIC 1721).

Otro más es el siguiente: “La vocación de la humanidad es manifestar la imagen de Dios y ser transformada a imagen del Hijo Único del Padre” (CIC 1877).

Ésta es una de las frases que tienen más fuerza dentro del catecismo. Es interesante el hecho de que esta frase sirva para abrir una sección que habla sobre “la comunidad humana”.

El catecismo nos recuerda que el plan de Dios y la misión de la Iglesia no tienen como único fin la salvación de las almas. El Evangelio se dirige a todos los aspectos de la vida humana, incluso al modo en que organizamos nuestra economía y nuestro gobierno.

Las secciones del catecismo que abordan el propósito de la sociedad (CIC 1877-1948) y lo que contribuye a la justicia social (CIC 2419-2449) nos ayudan a comprender que los acontecimientos de nuestro mundo tienen, en sí mismos, un significado espiritual más profundo.

El catecismo es una valiosa fuente de sabiduría y de consejos prácticos.

Ahí puede usted aprender a desarrollar hábitos de virtud y obtener una dirección espiritual personal de un santo del siglo IV, Gregorio de Nisa: “El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios” (CIC 1803).

Hay “enunciados sobre la misión” y “planes de acción” para mamás y papás: “Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta responsabilidad ante todo por la creación de un hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado son norma” (CCC 2223).

Si usted es un sacerdote que está preparando una homilía, puede obtener luces sobre el Evangelio, buscando cómo se usa ese texto en el catecismo. En el índice podrá encontrar referencias a casi todos los capítulos y versículos de los Evangelios.

Y la inspiradora sección del catecismo que hace referencia a las órdenes sagradas concluye con dos hermosas citas de santos que le recordarán, ante todo, cuál fue el motivo por el que se sintió atraído a Jesús y por el que llegó a ordenarse sacerdote (CCC 1589).

La sección final del catecismo es una obra maestra de los escritos espirituales sobre el modo de orar.

Lea la sección que se refiere al pasaje sobre la plegaria del Señor: “Danos hoy nuestro pan de cada día”. Esto debería ser una valiosa fuente de inspiración para nosotros en este tiempo de Reavivamiento Eucarístico (CIC 2828–2837).

Y la extensa descripción de San Justino Mártir acerca de cómo se celebraba la Misa en el año 155 d.C. le ayudará a entender por qué la llamamos “La misa de todos los siglos” (CCC 1345).

Para mí, el catecismo es todo un testimonio de la esperanza que tenemos puesta en Jesucristo.

“Espera, espera”, escuchamos que dice Santa Teresa de Ávila, “mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin” (CIC 1821).

Oren por mí y yo oraré por ustedes.

Y que nuestra Santísima Madre María nos ayude a todos los que formamos parte de la Iglesia a que recordemos que “toda la finalidad de la doctrina y de la enseñanza debe ser puesta en el amor que no acaba” (CIC 25).