Me dio mucha alegría el poder estar en compañía de tantos de ustedes en nuestro Congreso de Educación Religiosa. Salí alentado por la pasión que ustedes demuestran por transmitirles la fe a nuestros jóvenes y por compartir el Evangelio con nuestro prójimo.
Las conversaciones que tuvimos en el Congreso fueron profundas y trascendentales. Todos nos damos cuenta de que, a medida que nuestra sociedad se va volviendo más secularizada, enfrentamos muchos obstáculos para vivir nuestra fe y para proclamarla.
Hablamos acerca de las presiones culturales que se ejercen sobre los creyentes para hacerlos considerar su fe como algo privado, algo que debe guardarse para uno mismo.
También hablamos sobre la creciente influencia de la tecnología en nuestra vida, especialmente la de los “teléfonos inteligentes” y las redes sociales, y esto, no solo en nuestros jóvenes y en cada uno de nosotros, sino también en nuestra sociedad.
Me parece que todos estamos de acuerdo en que en este entorno no podemos dar por garantizada la transmisión de nuestra fe católica.
La pregunta que Nuestro Señor hace en el Evangelio: “Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen que encontrará fe sobre la tierra?” — es algo que define nuestra misión.
En el centro de esta misión está Jesús mismo.
Nuestra fe es un encuentro con la Persona divina de Jesús de Nazaret, que sufrió y murió por ustedes, por mí, y por todas y cada una de las personas que alguna vez existieron y que existirán.
Nuestra fe es una amistad con este Jesús que ahora, habiendo ya resucitado de entre los muertos, vive con nosotros y nos acompaña por el camino que recorremos. Una amistad con este Jesús que es el camino, la verdad y la vida.
En los Evangelios vemos una y otra vez cómo el encuentro con Jesús cambia la vida de las personas. ¡Su Palabra encendía un fuego en sus corazones, y nadie era insensible a su amor!
Seguro nos acordamos de la mujer que estaba junto al pozo; de Zaqueo, el recaudador de impuestos, de María Magdalena, de los pescadores que estaban a la orilla del mar: Andrés y Pedro, Santiago y Juan.
Estos hombres y mujeres fueron transformados; sus corazones y sus vidas cambiaron para siempre a causa de la presencia y del amor de Jesús.
La tarea que tenemos ahora es la de buscar que nuestro propio amor y amistad con Jesús se vuelvan más profundos y también la de buscar nuevas maneras de llevar a los demás a ese encuentro transformador con Jesús y con su gracia salvadora.
Es cierto que estamos enfrentando desafíos excepcionales cuando buscamos compartir nuestra fe y proclamar a Jesús dentro de esta cultura.
Pero como lo ha dicho el Papa Francisco: “No digamos, pues, que las cosas son más difíciles hoy; sencillamente son diferentes. Pero aprendamos también de los santos que nos precedieron, los cuales enfrentaron las dificultades de su propio tiempo”.
En toda época, los santos encuentran el modo de colaborar con la gracia de Dios y de proclamar la buena nueva de que Dios vive, de que Él es nuestro Creador y nuestro Padre, y de que ha entrado en nuestro mundo para hablar con nosotros, para amarnos, y para ser nuestro amigo y Salvador.
¡Nuestro prójimo anhela escuchar esta buena nueva! Nuestros hermanos y hermanas católicos también anhelan ser renovados por la hermosa certeza del amor que Dios nos tiene.
En nuestros días, nos damos cuenta de que ser católico no tiene que ver solamente con una herencia cultural o con una identidad con la que “nacimos”.
Ya sea que hayamos crecido en un hogar católico o que nos hayamos convertido al catolicismo en un momento posterior de nuestra vida, el seguimiento de Jesucristo debe convertirse para cada uno de nosotros en una decisión espiritual que tomamos, en un acto de conversión que vamos renovando una y otra vez.
Como Iglesia, parte de nuestra misión es también la de “convertir a los bautizados”, motivando a nuestros hermanos y hermanas a que continúen en su conversión a Cristo, a que continúen tomando esa decisión diaria de seguir a Jesús, de conformar sus vidas con la suya, amándolo a Él y amando a los demás como Él nos pide que lo hagamos.
Desde que tuvo lugar el Congreso, he estado pensando en una frase de la historia del Evangelio de la Transfiguración.
Después de ver la asombrosa escena del Señor transfigurado, después de ver su rostro resplandeciente como el sol, sus vestiduras de un blanco deslumbrante; después de escuchar la voz de Dios, que hablaba desde el cielo; los apóstoles se quedaron postrados, rostro en tierra, muy asustados, según nos narra el Evangelio.
Jesús les dice que se levanten y que no teman. El Evangelio continúa diciendo luego: “Alzando entonces los ojos, ya no vieron a nadie más que a Jesús.”.
Nadie, sino solamente Jesús, es quien puede decirnos la verdad sobre nuestra vida. Nadie más que Jesús puede mostrarnos el camino de la felicidad y el camino al cielo.
Así que, al proseguir esta semana nuestro recorrido cuaresmal, oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y que la Santísima Virgen María, la Madre de Dios, nos acompañe y nos dé una nueva creatividad y un renovado valor en nuestro servicio a la misión de la Iglesia, que es la de conducir a nuestro mundo hacia Jesús.