En la solemnidad de la Anunciación, más de mil fieles me acompañaron en una procesión eucarística durante la cual recorrimos seis millas (10 kilómetros).
Empezamos con una Misa en la Misión San Gabriel Arcángel y peregrinamos luego en oración hacia la Iglesia de San Lucas Evangelista, en Temple City, en donde oramos más antes de emprender el camino de regreso hacia la misión.
La procesión fue una etapa más de nuestra práctica local del “Avivamiento Eucarístico” nacional de tres años de duración, declarado por los obispos católicos de Estados Unidos.
Este avivamiento está despertando un entusiasmo creciente. Miles de personas de todo el país y también de diferentes partes del mundo “participaron” en nuestra procesión a través de nuestras plataformas de redes sociales. Me sentí conmovido de ver sus comentarios y oraciones.
Un usuario de Facebook declaró desde Kenia: “No me avergüenzo de proclamar que Jesús es el camino”.
En Instagram, una mujer comentó que ella lloró de alegría al mirar nuestro video de la procesión. Otro publicó: “Un hermoso día, con nuestro Señor y la familia eclesial. Vi cómo una mujer se arrodilló en la acera al ver pasar la Eucaristía”.
La devoción eucarística es la devoción a Jesucristo mismo. Las devociones más antiguas —la procesión eucarística y la adoración eucarística— tienen sus raíces en las experiencias de la gente que conoció a Jesús en un principio.
En el misterio gozoso del rosario que conocemos como la Visitación, recordamos cómo la Santísima Virgen María se apresuró a visitar a su prima Isabel inmediatamente después de la anunciación del ángel.
Nuestra Santísima Madre llevó en su seno a Jesús a través de la región montañosa de Judea. Y nosotros estamos haciendo algo similar cuando llevamos la Eucaristía en la custodia, recorriendo en procesión nuestras calles y vecindarios.
Con nuestra adoración eucarística nosotros estamos siguiendo el ejemplo de los Reyes Magos que vinieron de Oriente, siguiendo la estrella de Navidad.
Cuando ellos entraron en la casa y vieron al niño Jesús con su madre, se arrodillaron ante Él y lo adoraron. Nosotros hacemos lo mismo cuando nos ponemos de rodillas para adorarlo en nuestros tabernáculos y altares.
A través de nuestra devoción eucarística, nosotros reconocemos la asombrosa realidad de que Jesucristo, la Palabra de Dios misma, se haya hecho carne por amor a nosotros, con el fin de habitar entre nosotros.
La cumbre de nuestra devoción es la santa Misa, que Jesús nos dejó como su regalo de despedida en la última noche que pasó en la tierra, esa noche que recordamos como el Jueves Santo.
Los relatos evangélicos de su Última Cena, en el Jueves Santo están llenos de una tierna tristeza. Jesús se despide de las personas a las que ama. Recordamos cómo el apóstol Juan, en un gesto de profundo dolor, apoyó su cabeza en el pecho de Jesús cuando estaban todos sentados a la mesa.
Jesús había venido del cielo por amor a nosotros, anonadándose humildemente a sí mismo para compartir nuestra humanidad. Él no vino como un rey o un maestro, sino como un siervo.
Y el Jueves Santo se arrodilló ante sus apóstoles y les lavó los pies, en una última e inolvidable imagen de humildad y de servicio.
Él los lavó y purificó, haciéndolos dignos de sentarse a su mesa y de recibir el don que Él haría de sí mismo.
Jesús había hecho un don de toda su vida, la cual le ofreció a Dios por amor a nosotros y para vida del mundo. Él se hizo carne en el seno de la Virgen María para ofrecer luego esa carne en la cruz.
Y con este don final, Él entregó su cuerpo y su sangre, su alma y su divinidad, presentes bajo las apariencias del pan y del vino, para que fueran nuestro alimento, para alimentarnos y fortalecernos en nuestro recorrido por la vida.
El Jueves Santo y luego, nuevamente, el Viernes Santo, Jesús nos muestra en qué consiste el verdadero amor. Y nos hace ver de qué modo debemos de adorar a Dios en espíritu y en verdad.
Dios Todopoderoso no quiere obtener “algo” de nosotros, porque no tiene necesidad de nada de lo que podemos darle. Por eso fue que Jesús descartó los antiguos holocaustos y sacrificios de animales.
El culto que Dios desea es nada menos que el don de nosotros mismos, es decir, el total ofrecimiento de toda nuestra vida a Dios, en acción de gracias por la vida nueva que Él nos da en Jesucristo.
Al lavarles los pies a sus discípulos, Jesús dijo que con ello les estaba dando “un modelo a seguir”.
La Eucaristía es el sendero que él nos llama a recorrer.
La Eucaristía es el culto que ofrecemos y la manera según la cual estamos llamados a vivir.
Así como Jesús entregó su vida por nosotros en la cruz y sigue ahora haciéndose un don para nosotros en el pan y en el vino, Él nos llama ahora a hacer de nuestra propia vida “una Eucaristía”, una ofrenda perfecta para Él.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y al entrar en la Semana Santa, pidámosle a Santa María que ella nos ayude a penetrar más profundamente en el asombroso misterio del amor de su Hijo y del don que hizo de sí mismo en la Eucaristía.