Recientemente escuché una homilía en la que el sacerdote compartió que él y sus hermanos son generalmente instruidos por sus superiores para que no digan nada que moleste a la gente. Casi lloro al oír eso. Si no estamos aquí para que nos perturben, para que nos desafíen, para que nos llamen a alcanzar niveles más altos, ¿para qué estamos aquí?

Madeleine L'Engle, una apreciada escritora de clásicos infantiles como “A Wrinkle in Time” (“Una arruga en el tiempo”), observó una vez: “No atraemos a la gente a Cristo desacreditando en voz alta lo que ellos creen, diciéndoles lo equivocados que están y haciéndoles notar la razón que tenemos nosotros, sino mostrándoles una luz que es tan hermosa, que ellos querrán con todo su corazón conocer dónde se origina”.

Así que invítenos a considerar si estamos mostrándole al mundo una “luz hermosa” o, de hecho, cualquier tipo de luz.

¡Inquiétenos!

Recuérdenos, por ejemplo, que, por muy valioso que sea nuestro derecho al voto, nadie se convierte a Cristo por medio de las urnas.

La gente llega a convertirse gracias a aquellos que realmente tratan de vivir de una manera diferente a como vive el mundo, y eso cuesta, y eso es lo que conduce a una nueva vida.

El cardenal Raniero Cantalamessa, predicador de la casa papal, pronuncia la homilía el 2 de abril, día en que el Papa Francisco celebra la liturgia del Viernes Santo de la Pasión del Señor en el altar de la “Cátedra de San Pedro”, en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano. | CNS / ANDREAS SOLARO, P

¿Qué tal, entonces, una homilía, una verdadera homilía, sobre lo que significa estar a favor de la vida, ante cualquier posibilidad, en toda circunstancia? ¿Una homilía, por ejemplo, sobre los pecados que merecen una pena capital, sobre separar familias en la frontera, sobre el hecho de acumular, siendo meros ciudadanos individuales, arsenales de armas de asalto, de tipo militar?

¿Qué tal una homilía sobre las enseñanzas de la Iglesia acerca del matrimonio y la familia? No me refiero simplemente a repetir como loros el Catecismo de la Iglesia Católica, sino a hablar de cómo y por qué esas enseñanzas se basan en la forma más profunda del amor humano y cómo están hechas para invitarnos a todos a la mesa del cuerpo místico, para ayudarnos a florecer plenamente, para desafiarnos a tomar nuestras cruces y a entregar nuestra vida por nuestros amigos.

¿Qué tal una homilía sobre la extraña belleza y el misterio del celibato, ya que todos los católicos que somos solteros, viudos o atraídos por el mismo sexo estamos llamados, simultáneamente, a llevar esta cruz y a obtener esta corona?

¿Qué tal una homilía que haga énfasis en que el hecho de pasar varias horas del día discutiendo en las redes sociales es un pecado evidente? Es decir, una pérdida de tiempo, un despilfarro de nuestro intelecto y el cultivo voluntario del despecho, el desprecio y el odio en nuestro corazón ¿Qué tal una invitación a salir de esos búnkers artificiales, diminutos y confinados en los que a todos nos gusta escondernos y desde los que podemos tranquilamente atacar a nuestro prójimo?

¿Qué tal una homilía sobre el dinero? ¿Sobre el diezmo? ¿Sobre la exhortación de Cristo a acumular nuestros tesoros en el cielo? Homilías sobre el consumismo, el desperdicio, sobre nuestros hábitos alimenticios, sobre nuestra “casa común”, como el Papa Francisco llamó al planeta Tierra.

Si la opinión mis amigos y mía es significativa, nosotros, los que ocupamos las bancas de la iglesia, tenemos hambre, hambre, de una verdadera instrucción, de carne verdadera, de verdaderas preguntas sobre las que podamos reflexionar, rezar, masticar. Necesitamos un verdadero desafío, un verdadero estímulo para examinar nuestra conciencia y nuestro corazón, para cambiar nuestra vida.

Homilías que sugieran que el mismo sacerdote está luchando con esta pregunta vital: ¿Qué significa amar a Cristo como él nos amó y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos?

En un ensayo titulado “Acerca de ser testigo: el abogado católico y el método de la presencia”, el difunto Mons. Lorenzo Albacete hacía esta observación:

“Cuando San Agustín en ‘La ciudad de Dios’ está tratando de identificar lo que distingue a los ciudadanos de ésta, de los ciudadanos de la ‘ciudad terrenal’ —es decir, lo que distingue a los cristianos de los no cristianos— reconoce que la línea divisoria, por así decirlo, no se encuentra dentro del ámbito del comportamiento moral. Como él dice, sabemos que muchas veces los no cristianos están tan éticamente motivados, si no es que más, que los cristianos. Para san Agustín, lo que distingue a los cristianos de los no cristianos es un acontecimiento, es decir, algo que nos ha pasado a nosotros y que no les ha pasado a los que no conocen a Cristo”.

Estos días de Pascua podrían ser un tiempo fructífero para reflexionar: ¿Qué me ha pasado a mí que no les ha pasado a los que no conocen a Cristo? Y, ¿cómo puedo dedicar mi vida a transmitir ese acontecimiento a las personas que me rodean?

Como Cristo dijo: “No hay nada oculto que no llegue a descubrirse”. Permitamos que eso nos moleste, de la mejor manera posible.