Sophia Institute Press acaba de reeditar ese clásico espiritual, “La alegría de creer”, por Madeleine Delbrêl, la cual fue declarada “Venerable” por el Papa Francisco en 2018. Lo que viene a continuación es una adaptación de la introducción que el Arzobispo Gomez hizo para esta obra, que fue publicada por primera vez en 1968.
El siglo XX fue uno de los siglos más violentos y más devastados por la guerra en la historia de la humanidad, marcado por revoluciones e ideologías ateas y carentes de humanidad, las cuales persisten hasta nuestros días.
Pero en ese siglo, Dios también suscitó a algunos de los más grandes santos y beatos de la Iglesia, a toda una maravillosa variedad de personajes fascinantes, tales como la Madre Teresa, Juan Pablo II, el Padre Pío, Carlos de Foucauld, Josemaría Escrivá, Maximiliano Kolbe, Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), Miguel Pro, Gianna Molla, José Sánchez del Río, Irmã Dulce Pontes, Chiara Badano y muchos más.
Estos santos fueron testigos de la esperanza en tiempos de oscuridad, e hicieron brillar la luz de Cristo, señalándonos el camino para llegar a la santidad y al amor en tiempos caracterizados por el mal y los grandes sufrimientos.
Hubo también otras personas heroicas y santas, que no fueron canonizadas, sin ser por ello menos importantes e inspiradoras.
La Venerable Madeleine Delbrêl nació en 1904 en el suroeste de Francia. Ella fue un alma creativa y apasionada; que tocaba el piano y escribía poesía y a quien le encantaba bailar.
Muy pronto, ella llegaría a perder la fe en Dios. “Cuando tenía quince años”, escribiría ella más tarde, “yo era una atea convencida y el mundo me parecía cada vez más absurdo”. A los 17 años escribió una declaración pública que tituló: “Dios ha muerto…viva la muerte”.
Hablando con algunos estudiantes, muchos años más tarde, en 1960, ella les decía: “En aquel tiempo, qué no habría yo dado con tal de saber el motivo por el que estaba en el mundo”.
Pero ése no fue el final de su historia. Dios no había terminado de moldearla aún. Algunos cristianos hicieron amistad con ella y la animaron a orar y a leer los Evangelios.
“Al ir leyendo y reflexionando, me encontré con Dios”, diría ella más tarde. “Pero al orar, sentí que Dios me encontró a mí, que él es una realidad viva, y que podemos amarlo del mismo modo en que podemos amar a una persona”.
En busca de orientación, ella acudió con un sacerdote, el Padre Jacques Lorenzo, que era en aquel entonces párroco en París.
Durante más de un año de dirección espiritual, él le explicó las Escrituras y esto transformó la vida de ella: “Él hizo brillar el Evangelio con total claridad para mí. … presentándolo no solamente [como] el libro del Señor vivo, sino también como el libro en el cual el Señor nos indica cómo vivir”.
Con el apoyo del Padre Lorenzo, ella recibió la formación necesaria para llegar a ser enfermera y trabajadora social. Y a los 29 años —en 1933— Madeleine fundó una comunidad contemplativa junto con otras tres mujeres laicas, en Ivry, una ciudad comunista, situada en los suburbios de las afueras de París. Estas mujeres hicieron votos de celibato y se dedicaban a una vida de trabajo manual y de oración, en medio de los pobres, ofreciéndoles hospitalidad y practicando con ellos las obras de misericordia.
Madeleine vivió en Ivry durante más de 30 años, hasta su muerte en 1964. Ella dijo haber ido allí porque “en Ivry, los hombres eran pobres y no creyentes”.
Para ella, esta ciudad marxista llegó a ser un territorio moderno de misión, en el que ella llevó a cabo su misión, no con la predicación, sino con su presencia, su amor y su amistad, compartiendo la vida ordinaria de sus vecinos, viviendo su fe con alegría y fraternidad y con un profundo cuidado por los que la rodeaban, permitiendo así que la alegría y el amor de Dios irrumpieran en ese mundo en tinieblas.
Madeleine creía que la misión de la Iglesia depende de cada uno de nosotros, sin importar quiénes seamos o cuál sea nuestro estado de vida.
“La misión significa realizar la obra misma de Cristo, dondequiera que nos encontremos”, decía ella. “Nosotros no seremos Iglesia, y la salvación no llegará hasta los confines de la tierra, a menos que ayudemos a salvar a la gente dentro de las situaciones mismas en las cuales vivimos”.
Como mística y misionera que fue, ella tenía la profunda convicción de que podemos verdaderamente encontrar al Verbo hecho carne en los Evangelios: “Las palabras del Evangelio son milagrosas; si no nos transforman es porque no les pedimos que lo hagan”.
El misticismo de Madeleine no la sacó del mundo sino que más bien la sumergió más profundamente en el dolor, la pobreza y la injusticia de éste.
“Jesús quiere vivirlo en mí”, escribió ella en una ocasión. “Él está conmigo cuando estoy entre las personas con las que me encuentro en este día. … Todos ellos son gente que Él viene a buscar, gente que Él viene a salvar. … A través de esos hermanos y hermanas que nos rodean y a cuyo servicio nos pondrá para que los amemos y salvemos, se extenderán las oleadas de su amor que se extenderán hasta el final del mundo y de los tiempos”.
Este libro es una obra importante, oportuna y maravillosa para los apóstoles de los tiempos modernos.
Le pido a Dios que, a través de sus palabras y de su espiritualidad, Madeleine Delbrêl nos ayude a todos los que formamos parte de la Iglesia a que descubramos, como ella lo hizo, que nuestra vida cotidiana es “el lugar en el que debemos vivir la santidad”.