En lo que escribo estas líneas, los estadounidenses están preparándose para las elecciones nacionales y ya la votación anticipada ha dado comienzo en muchos de los estados.

Este año, los expertos nos dicen que tendremos nuevamente elecciones reñidas y que el país está profundamente dividido.

Desde la perspectiva de nuestros ministerios en la Iglesia, podemos percibir esas divisiones. Vemos, también, indicios de que las personas están confundida sobre el modo en que debería vivir y acerca de lo que está sucediendo en el mundo que los rodea. Hay quienes parecen estar ansiosos y temerosos, otros parecen estar perdiendo la esperanza en el futuro.

A medida que nuestro país se ha ido volviendo más secularizado, la perspectiva pastoral de la Iglesia, y los puntos de vista cristianos en general, han ido perdiendo importancia dentro del diálogo nacional.

Pero el hecho de excluir a Jesús y la luz de su Evangelio trae consigo un costo elevado.

En estos tiempos, el diálogo nacional parece limitarse a cuestiones materiales de quién cuenta —o no— con dinero, con poder y capacidad de inclusión; de quién tiene —o no— acceso a los beneficios de la sociedad.

Actualmente, tendemos a definir los problemas en base a su posible solución mediante los recursos de la tecnología, de la ciencia, de la medicina o de las regulaciones gubernamentales.

Desde una perspectiva católica, parecería que estamos perdiendo el sentido de lo que es el verdadero objetivo de la vida.

Durante su reciente visita apostólica a Bélgica, el Papa Francisco hizo notar que esta situación está ocurriendo en todo el Occidente.

Él citó al Siervo de Dios, Romano Guardini, que dijo: “La ley de nuestra verdad afirma que el ser humano sólo se comprende a sí mismo si empieza desde arriba, desde un punto independiente de sí mismo, es decir, desde Dios, porque la existencia misma de la persona humana proviene de él”.

La civilización occidental y la democracia estadounidense se fundaron sobre la verdad revelada por Jesús de que el ser humano es imagen de Dios, y de que fue creado con dignidad y libertad, con un deseo de lo trascendente y un destino escrito por Dios.

Lo que define estos tiempos difíciles y subyace a las divisiones y a la desesperación que vemos en nuestra sociedad es la pérdida de enfoque en esta verdad.

Sin Dios, no es posible saber lo que significa ser humano, ni tampoco saber quiénes somos, por qué estamos aquí, qué es lo que debemos desear o de qué modo hemos de vivir.

Cuando perdemos de sentido de que todos hemos sido creados por Dios, perdemos también el sentido de nuestra humanidad común. Ésa es una de las razones de la suspicacia y la desconfianza que vemos en la sociedad, del endurecimiento de los corazones de las personas, de su poca disponibilidad para trabajar con personas con la cual no están de acuerdo.

La gente se pregunta: ¿Qué debería de hacer la Iglesia actualmente y qué es lo que nos corresponde hacer como católicos de estos tiempos?

El Papa Francisco dio una respuesta contundente a esa pregunta durante su estancia en Bélgica.

“Yo fui enviado aquí para testimoniar que esta savia vital, esta fuerza siempre nueva de renovación personal y social es el Evangelio”, dijo. “Éste nos hace encontrar simpatía entre todas las naciones, entre todos los pueblos. Simpatía, es decir, sentir del mismo modo, sufrir del mismo modo”.

El Santo Padre añadió: “El Evangelio de Jesucristo es el único capaz de transformar profundamente el alma humana, haciéndola capaz de obrar el bien incluso en las situaciones más difíciles, de apagar los odios y reconciliar a las partes en conflicto”.

El desafío para todos los que formamos parte de la Iglesia en este tiempo —y en todos los tiempos— es el de ser verdaderamente las personas que decimos ser.

Eso significa despertar cada día con el propósito vivir el Evangelio, tratando de amar a Jesús y de seguirlo con mayor fidelidad y pureza de corazón que el día anterior.

Eso implica trabajar por el reino de Dios y llevar los valores de su Evangelio a todos los ámbitos de la vida, sirviendo a nuestros hermanos y hermanas con alegría y con generosidad.

El Evangelio sigue siendo la única respuesta para toda pregunta. Sólo en Jesús puede el ser humano encontrar el verdadero sentido de su vida. Y sólo en su Evangelio puede nuestra sociedad redescubrir el verdadero valor y dignidad humanos, así como también el verdadero fundamento de los derechos humanos.

Nuestra tarea consiste en llevarle esta buena nueva a nuestro prójimo.

Jesús nos llama a proclamarlo por medio de nuestras palabras y de nuestras vidas, a tiempo y a destiempo, independientemente de quién esté desempeñando los cargos políticos y de cuáles sean las ideas de moda del momento. E independientemente también de los límites que se le impongan a la Iglesia y a los puntos de vista cristianos.

Por medio de nuestro testimonio y de la fuerza del Evangelio, hacemos nuestra propia contribución para sanar las heridas y las divisiones de nuestra sociedad y podremos ayudar a nuestros líderes a que se armen de valor para hacer lo correcto y para que busquen el bien común.

Oren por mí y yo oraré por ustedes.

Y encomendémonos a Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción, patrona de este maravilloso país.