El 12 de marzo, el Arzobispo Gomez presentó una conferencia a One LA–IAF, una coalición de organizaciones religiosas y sin fines de lucro de Los Ángeles, que promueven la justicia social. Lo que sigue es una adaptación de su charla.
Un día, la Santa Madre Teresa encontró en las calles de Calcuta a una anciana que yacía en el piso, que carecía de hogar y tenía una enfermedad mental, y con muchos dolores.
La Madre Teresa la acogió, pero la mujer gritaba y maldecía constantemente. Y en un momento dado, preguntó: “¿Por qué haces esto? ¿Quién te enseñó a hacerlo?”
La Madre Teresa respondió: “Mi Dios me enseñó a hacerlo”.
Esto calmó un poco a la mujer, que preguntó: “¿Y quién es este Dios?”
La Madre Teresa le respondió: “Tú conoces a mi Dios. Mi Dios se llama Amor”.
Esta historia nos enseña una hermosa lección acerca de la compasión hacia los pobres.
Y nos habla también del corazón de Dios, de la Eucaristía y de los compromisos que tenemos como creyentes.
Nuestro Dios se llama amor.
Y nuestro Dios tanto amó al mundo que le envió a su Hijo único para que compartiera nuestra humanidad y la realidad de nuestra vida cotidiana.
Y por amor, Jesús entregó su vida en la cruz por ustedes, por mí, y por cada una de las personas que ha nacido o nacerá.
La Eucaristía es el sacramento de su inmenso amor.
Jesús nos dejó la Eucaristía para que nunca olvidemos lo que Él ha hecho por nosotros y cuánto nos ama. Nos dejó la Eucaristía para que nunca olvidemos su mandamiento nuevo: que nos amemos los unos a los otros, como Él nos ha amado.
Y desde el tiempo de los apóstoles, siempre ha existido una estrecha conexión entre la Eucaristía y el mandato de Jesús de amar al prójimo, especialmente a los pobres.
Además del Nuevo Testamento, uno de los documentos más antiguos de la Iglesia es “La Enseñanza de los Apóstoles”. Éste se remonta a principios del siglo III, y contiene esta oración: “Las viudas y los huérfanos deben ser reverenciados como el altar”.
Nuestra fe eucarística se encuentra resumida en esta hermosa línea.
Jesús nos enseñó que Él estaría presente en el pan y el vino del altar, pero también en la carne y en la sangre de nuestro prójimo, especialmente de los pobres y de los que sufren. “Cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron”, nos dijo Él.
Así es como estamos llamados a vivir: amando y reverenciando a Jesús en la Eucaristía, y practicando nuestro amor de manera viva en un servicio reverente a los pobres.
La Sierva de Dios, Dorothy Day, vivió casi 50 años sirviendo a los más pobres entre los pobres de la ciudad de Nueva York.
En sus escritos, ella describe cómo servía a las personas sin hogar con comportamientos difíciles, a hombres y mujeres destrozados en cuerpo y en espíritu: a los enfermos mentales, a los adictos a las drogas y al alcohol.
Dorothy Day compartió la pobreza de ellos y vivió compartiendo las condiciones más crueles en las que ellos vivían.
Ella escribió en una ocasión: “Si las propias palabras de Cristo no lo hubieran expresado, parecería una locura creer que si yo le ofrezco una cama, comida y hospitalidad a algún hombre, mujer o niño… mi huésped es Cristo. … No pueden percibirse unos halos que resplandezcan ya desde ahora en torno a sus cabezas, o por lo menos, ninguno que sea perceptible a la mirada humana”.
Y Dorothy Day vivía de la Eucaristía, que recibía todos los días.
Y la Eucaristía le dio una nueva perspectiva. No los ojos humanos, sino con los de Cristo. Cuando se encontró con Jesucristo en el pan y el vino en el altar, pudo verlo en todos aquellos a quienes servía.
El Catecismo dice: “La Eucaristía nos compromete con los pobres”.
Jesús nos llama a seguirlo cada vez más profundamente en el misterio del sufrimiento y del dolor humanos, en el misterio de la pobreza y de la injusticia.
Él nos llama a alimentarlo y vestirlo en los que tienen hambre y sed, en los que no tienen con qué vestirse. Nos llama a visitarlo en los enfermos y en los encarcelados, y a acogerlo en los migrantes y refugiados.
Nos llama a esmerarnos por lograr un mundo más misericordioso, en el que todos puedan llevar una vida merecedora de la dignidad humana.
La Madre Teresa tenía razón: Nuestro Dios se llama amor; y Él nos llama a ser servidores de su amor en el mundo.
Ella solía decir: “Nuestras vidas están entretejidas con Jesús en la Eucaristía. En la sagrada Comunión, nosotros tenemos a Cristo bajo la apariencia de pan; en nuestro trabajo lo encontramos bajo la apariencia de carne y de sangre. Se trata del mismo Cristo. “Tuve hambre, estuve desnudo, enfermo, y sin un hogar”.
En este tiempo de Avivamiento Eucarístico nacional, entretejamos nuestras vidas con la de Jesús en la Eucaristía.
Y venerémoslo en el altar, en los pobres y huérfanos, y en cada uno de nuestros prójimos, especialmente en los más necesitados.