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En quinto grado estaba en la clase de la hermana Helen Jude en la escuela Visitation, a unos pasos del aeropuerto LAX. Era la época de los simulacros nucleares, cuando nos escondíamos bajo los pupitres. Recuerdo imaginar la onda expansiva, las ventanas del salón estallando y los vidrios cayendo sobre nosotros.

Hoy los niños tienen simulacros de tirador activo. Es más probable que imaginen a un compañero o vecino enloqueciendo que a los rusos, chinos o norcoreanos. Nuestra capacidad de vivir con terror es limitada y nuestra memoria corta. Pero la amenaza nuclear no ha desaparecido.

En el último medio siglo, el número de países con armas nucleares ha crecido, y las amenazas belicosas y contrarréplicas han aumentado la percepción de riesgo. El Reloj del Juicio Final, según el Bulletin of Atomic Scientists, está ahora a 89 segundos de la medianoche. La posibilidad de un ataque nuclear sigue siendo siempre latente, al igual que la posibilidad de error, mal funcionamiento o mal juicio.

En 1983, los obispos estadounidenses redactaron una evaluación sobria del peligro nuclear, una carta pastoral llamada “El desafío de la paz: La promesa de Dios y nuestra respuesta.” Fue una reflexión poderosa y controvertida sobre las armas y la estrategia nuclear, que declaraba sin rodeos: “La guerra nuclear amenaza la existencia de nuestro planeta; ésta es una amenaza más peligrosa que cualquier otra que el mundo haya conocido”. (3)

Citando a san Juan Pablo II, continuaba: “De ahora en adelante, sólo mediante una elección consciente y una política deliberada podrá sobrevivir la humanidad”.

Sin embargo, desde entonces han caducado varios tratados de control de armas, y se estima que hoy existen más de 12,000 ojivas nucleares en el mundo, muchas de ellas exponencialmente más potentes que las que lanzamos sobre Japón. El presidente Donald Trump sugirió recientemente que quería reanudar las pruebas nucleares, lo que inspiró a Rusia a prometer lo mismo.

La directora Kathryn Bigelow (“The Hurt Locker”, “Zero Dark Thirty”) ha elegido este momento para recordarnos el peligro en el que seguimos viviendo. Su nueva película, “A House of Dynamite” (ya disponible en Netflix), es la dramatización de una pesadilla nuclear. El gobierno de Estados Unidos tiene 20 minutos para decidir qué hacer cuando un misil nuclear lanzado por un adversario desconocido se dirige a una gran ciudad estadounidense. En esos fugaces 20 minutos, los intentos por detenerlo fracasan y el presidente debe decidir cómo responder. Una variedad de asesores le presenta un rango exasperante de opciones, incluyendo un ataque nuclear masivo contra nuestros enemigos que, a su vez, provocaría su ataque masivo contra nosotros.

El corto margen de tiempo para decidir qué nivel de Armagedón desatar provoca que el presidente diga: “Esto es una locura”, a lo que su general responde: “No señor, esto es la realidad”.

La película de Bigelow ilustra un punto planteado por el general estadounidense A.S. Collins Jr., citado por los obispos: “Por mi experiencia en combate, no hay forma de que [una escalada nuclear] … pueda controlarse debido a la falta de información, la presión del tiempo y los resultados letales que se están produciendo en ambos lados de la línea de batalla”. (144)

En su momento, la carta pastoral fue controvertida en parte porque cuestionaba la moralidad de nuestra estrategia nuclear: que la disuasión sólo podía lograrse mediante la Destrucción Mutua Asegurada. Si éramos aniquilados por una lluvia de misiles, nosotros aniquilaríamos a nuestros enemigos también.

La carta no condenó por completo la estrategia, en parte porque los obispos europeos temían que perder el “escudo nuclear” los dejara indefensos ante la amenaza soviética. Pero fue tolerante a regañadientes, citando de nuevo a Juan Pablo II: “Es indispensable no contentarse con este mínimo, siempre susceptible al verdadero peligro de explosión”. (173)

Cuarenta años después —y contando—, el dilema moral permanece, ya que el uso de armas nucleares implicaría la matanza de enormes cantidades de no combatientes y aún “amenaza la existencia de nuestro planeta”.

Lo que ilustra la película de Bigelow, sin embargo, es que nuestras barreras para evitar una catástrofe son imperfectas, mientras que las decisiones para desatarla deben tomarse en minutos. Dada la falta de confianza entre superpotencias (y potencias menores como Corea del Norte), todos asumirán lo peor y responderán de manera preventiva. “Sus opciones”, le dice un funcionario de seguridad nacional al presidente en la película, “son rendirse o suicidarse”.

Bigelow estructura su filme alrededor de tres versiones distintas de los mismos 20 minutos. Vemos los sistemas de alerta temprana y la incredulidad de sus operadores, los intentos de derribar el misil, las especulaciones de los expertos militares sobre lo que podría o no estar ocurriendo, y las exigencias al presidente para decidir no si, sino cómo responder.

Luego están los personajes secundarios —soldados, empleados, secretarias—, testigos que poco a poco comprenden lo que está en juego y todo lo que se perderá.

Lo que los obispos llamaron en 1983 “las cuestiones morales más urgentes de nuestra época” (332) siguen ante nosotros en 2026. Aunque nuestra tecnología es cada vez más letal, la humanidad no es más sabia que en 1945 o en 1983.

Quizá la película de Bigelow pueda inspirar una reconsideración de nuestra disposición a vivir indefinidamente en una casa construida de dinamita. Y quizá los obispos nos desafíen una vez más a encontrar una mejor solución que escondernos bajo los pupitres.

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Greg Erlandson