¿Acaso lo impensable vuelve a ser pensable?

Han pasado 76 años desde que las bombas atómicas explotaron sobre Hiroshima y Nagasaki. El número de personas —vivas, actualmente— que experimentaron esos dos terribles acontecimientos se reduce día con día.

Incluso nosotros, los baby boomers que crecimos con simulacros de refugio en nuestras aulas de clases y refugios antiaéreos en el patio trasero, somos ahora una minoría. Nuestra memoria histórica se ha ido debilitando.

Recuerdo cómo me agazapaba debajo de mi escritorio en la Escuela Primaria Visitation, de Westchester, imaginando lo que podría suceder cuando las ventanas de nuestro salón de clases se rompieran por la onda expansiva inicial. Las pruebas de las sirenas antiaéreas también se realizaban con regularidad.

Durante la crisis de los misiles en Cuba, nuestros vecinos almacenaban alimentos enlatados en su dormitorio. Lo mejor que tuvo tiempo de hacer mi ocupada mamá fue comprar unos cuantos galones de agua para guardarlos en el garaje. Incluso cuando yo era niño, no estaba convencido de que eso pudieran ser de mucha ayuda, pero el crecer a unas cuantas millas de LAX sugería que nuestras probabilidades de supervivencia no serían demasiado altas, de todos modos, en el caso de que los misiles balísticos intercontinentales llegaran a ser disparados.

Cuando era niño, leí mucho sobre la guerra nuclear. Mi novela favorita de Armageddon fue “Alas, Babylon”, de Pat Frank. Era algo así como si la familia suiza Robinson se encontrara con el apocalipsis.

“Alas, Babylon” era como echar una mirada al modo en que comunidades estadounidenses aisladas podrían sobrevivir a una guerra nuclear total, viviendo de su ingenio en momentos en los que el orden social se desmoronaba. “La ley de la jungla reinaba, pero de entre los escombros, algunos valerosos sobrevivientes —hombres y mujeres que tenían la audacia de conservar esperanza—, estaban decididos a construir un mundo nuevo y mejor sobre las ruinas del viejo”, decía en la sobrecubierta del libro.

Ser un niño en los albores de la era nuclear significaba que la ansiedad —como el estroncio-90— permeaba nuestro ser. No podíamos escapar de ella. Otra novela y película exitosa fue “Fail-Safe”. Ésta describía un escenario en el que todas las medidas de protección se derrumbaban y tanto la Unión Soviética como Estados Unidos quedaban atrapados por su desconfianza y por su compromiso de Destrucción Mutua Asegurada, lo cual es la base de nuestra estrategia nuclear y uno de los acrónimos militares más apropiados de todos los tiempos. “Dr. Strangelove” fue una amarga versión cómica sobre el mismo tema.

Pero la Unión Soviética se derrumbó. Sam Nunn y Dick Lugar fueron estadistas y políticos que encabezaron los esfuerzos por reducir la irracional cantidad de armas nucleares de ambos arsenales a niveles moderadamente insensatos. Los niños criados a partir de la década de 1990 tuvieron otras catástrofes con las cuales fantasear, como el cambio climático y el terrorismo internacional. La amenaza de un holocausto radiactivo quedó relegada.

Pero el mundo no se transformó, en lo absoluto, en un lugar más seguro. Se ha permitido que expiren los tratados de control de armas. Nuevas potencias nucleares, tales como Corea del Norte, están poniendo nuevas locuras sobre la mesa. Y ahora, la heredera del arsenal nuclear de la Unión Soviética amenaza públicamente con usarlo si alguien intenta detener la matanza de sus “hermanos eslavos” en Ucrania.

Hace unas cuantas semanas, los suegros de mi hijo le enviaron a su familia unas tabletas de yoduro de potasio, destinadas a proteger la tiroides de la exposición a la radiación. Un amigo mío quiere preparar una bolsa de viaje por el caso de que se requiriera huir rápidamente para alejarse de los misiles balísticos intercontinentales que se avecinen. La posibilidad de que lo impensable se vuelva pensable nuevamente ha despertado una serie de recuerdos en aquellos de nosotros que aún recordamos nuestros temores pasados.

¿Es posible que los seres humanos puedan evitar hacer uso de lo impensable? Siria lanzó ataques con gases químicos contra sus oponentes y Rusia utilizó agentes nerviosos prohibidos para acabar con los enemigos que Vladimir Putin quiso matar. Tales armas están prohibidas por las convenciones internacionales, pero el mundo casi ni se inmutó. ¿Sería, pues, tan difícil imaginarse que las armas nucleares no se volverán a utilizar?

¿Somos acaso como niños que se acercan a una estufa caliente y necesitan quemarse los dedos una y otra vez para recordar que eso no se debe hacer? ¿Necesitamos perder Kiev, o Londres o Los Ángeles en una pesadilla nuclear para que durante otros 75 años más nuestros dedos dejen de dirigirse hacia el botón?

Aunque es un pensamiento horrible, los artífices de la guerra pueden estar elaborando ahora una estrategia para el Final de los Tiempos. Algunos evangelistas como Pat Robertson y Greg Laurie parecen disfrutar con esta idea. “Creo que estamos viviendo en los últimos días”, dijo Laurie. “Me parece que Cristo podría volver en cualquier momento”.

El Papa Francisco suena claramente menos entusiasta sobre el tema. En un discurso reciente, recordó a Noé y el gran diluvio, en lugar de hacer mención de algún descenso triunfal de Jesús sobre los restos radiactivos de su creación: una guerra nuclear “destruiría todo” y los sobrevivientes tendrían que “comenzar de nuevo desde cero”, dijo.

El Papa ha hecho frecuentes llamados al desarme nuclear, diciendo que “la verdadera paz no puede construirse sobre la amenaza de una posible aniquilación total de la humanidad”.

“Estas armas no sólo fomentan un clima de miedo, desconfianza y hostilidad. También destruyen la esperanza”, dijo en 2020.

La esperanza está agazapada debajo de su escritorio en estos momentos, esperando ver quién toma la primera decisión.

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Greg Erlandson