ROMA - El sentido común indicaría que cuando un ciudadano de un país en dificultades compara el suyo con otro, señalaría uno que está en una mejor situación económica, o que tiene más estabilidad social y política.

Pero en América Latina, la mayoría de las veces, esas comparaciones son más fatalistas: la gente tiende a nombrar a otros países no como un ejemplo al que aspirar, sino como una advertencia.

En Argentina, por ejemplo, un lamento común en estos días es que, si las cosas no cambian, el país terminará como Venezuela: en lugar de tener 50% de la población viviendo bajo la línea de pobreza como en la actualidad, podrían terminar teniendo el 90%, como es el caso de la nación gobernada por Nicolás Maduro.

Del mismo modo, muchos en El Salvador advierten hoy de la posibilidad de terminar como Nicaragua.

Daniel Ortega llegó al poder prometiendo una revolución, pero casi 40 años después, muchos lo acusan de parecerse al dictador que ayudó a derrocar. De cara a las elecciones nacionales del 7 de noviembre, se ha asegurado de ser el único contendiente, habiendo encarcelado a más de 30 líderes de la oposición en los últimos 45 días.

Años de popularidad le han permitido eliminar los controles legislativos destinados a limitar el poder presidencial, y su férreo control de las fuerzas de seguridad del país le permitió sofocar violentamente un levantamiento popular que comenzó en abril de 2018.

Del mismo modo, Nayib Bukele, el joven y carismático líder de El Salvador, se enfrenta a críticas por sus esfuerzos para debilitar el sistema judicial del país, las fiscalías y el Congreso. Lo ha hecho a través de una serie de acciones ejecutivas, comunicando gran parte de las medidas directamente a través de Twitter, alegando que no confía en los medios de comunicación del país.

Como anécdota para ilustrar su personalidad, se definió a sí mismo como el "presidente más guapo y cool del mundo" en un tuit allá por 2019.

Aunque se encuentra en el lado opuesto del espectro político del socialista Ortega -Bukele es de derecha, aliado en su momento de Donald Trump, y se define a sí mismo como pro-familia y anti-aborto- ha sido implacable en su persecución de la oposición.

Hasta ahora, este hombre que llegó al poder gracias al apoyo del Partido de Liberación Nacional (FMLN), la evolución política de la antigua guerrilla de El Salvador, se ha ganado los elogios por ser un buen administrador y por tener éxito en la lucha contra la violencia. Pero lo ha hecho, según sus opositores, utilizando medidas autoritarias, desafiando la cobertura de la prensa crítica y socavando la justicia.

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, habla en una conferencia de prensa en San Salvador el 28 de febrero de 2021. (Foto: CNS/Jose Cabezas, Reuters)

Al igual que en las "revoluciones" de Cuba o Venezuela, Bukele afirmó que el periódico digital El Faro, de los más importantes medios digitales del país, estaba lavando dinero porque recibía ayuda extranjera.

El año pasado, ocupó brevemente el Congreso con un grupo de soldados para presionar a los legisladores para que respaldaran un plan de lucha contra el crimen. A principios de este año, obligó al organismo a despedir a los jueces de la Corte Suprema nacional que se oponían a él.

La gente sigue apoyando a Bukele porque llegó al poder como una cara relativamente nueva y con solo 30 años. Después de tres décadas de la "vieja política" que dominó el país después de una sangrienta guerra civil -durante la cual la corrupción y el nepotismo estaban a la orden del día- sus esfuerzos por deshacerse del viejo sistema han sido implacables.

Sin embargo, habiendo aprendido de las dolorosas experiencias de sus pares en los países vecinos, donde los miembros de la jerarquía católica han sido amenazados, tiroteados y obligados a exiliarse por líderes “fuertes” como Ortega y Maduro, el principal prelado católico del país está sonando la voz de alarma contra sus formas dictatoriales, incluso frente al apoyo popular del que Bukele sigue disfrutando.

En una serie de entrevistas y declaraciones realizadas a la prensa en las últimas semanas, el cardenal Gregorio Rosa Chávez se ha erigido como uno de los más firmes críticos de Bukele en El Salvador, afirmando que el país está viviendo un "terremoto político" sin un estado constitucional que funcione ni un político de confianza al frente del país.

"En este momento, las instituciones democráticas no funcionan, no hay separación de poderes ni cultura democrática", dijo el cardenal Rosa Chávez el 8 de agosto en medio de las celebraciones previas al cumpleaños del arzobispo mártir Óscar Romero, el primer santo canonizado del país.

"Esto debe cambiar... no tenemos un estado de derecho que funcione, no tenemos independencia de poderes, no tenemos una figura política en la que confiar, no tenemos una ley que tengamos que respetar, hay un miedo muy grande a que no haya ley y orden, por lo tanto, no hay justicia real".

"Prevalece entre nosotros la cultura de la confrontación y la cultura de la indiferencia. Es urgente combatirla con la cultura de la paz", subrayó, antes de expresar su apoyo a la reunión entre el presidente y varias Organizaciones No Gubernamentales que abogan por la libertad de expresión, que tuvo lugar el 6 de agosto.

Bukele se abstuvo de enfrentarse directamente al prelado, aunque varios miembros de su partido no lo hicieron, condenando al cardenal y calificándolo de "cura rojo (comunista) con sotana negra".

Cuanto más hable el cardenal, más críticas recibirá, y más desesperado estará el gobierno por acallarlo: En un país donde la mitad de la población es católica, y donde el recuerdo del martirio de Monseñor Romero en 1980 aún está fresco en la memoria colectiva, las críticas de un prelado visto por muchos como el sucesor del arzobispo asesinado y conocido por ser cercano al Papa Francisco, es una amenaza que pocos líderes autoritarios quieren enfrentar.