Cuando un sacerdote se convierte en Obispo de la Iglesia Católica, se le pide que elija una frase como lema de su nuevo ministerio, la cual es generalmente tomada de las Escrituras.
Cuando al padre Moses Chikwe le tocó hacerlo en 2019, el Obispo electo eligió las palabras latinas “ad liberandum captivos” (“liberar a los cautivos”) tomando una frase del profeta Isaías, repetida más tarde por Cristo en el Evangelio de Lucas: “Para proclamar la libertad a los cautivos”.
Él no tenía idea de lo que esas palabras llegarían a significar en su propia vida un año más tarde.
En diciembre pasado, el Obispo auxiliar de Owerri, Nigeria, se convirtió en tema de los titulares de las noticias, de una campaña de oración internacional e incluso de una súplica por parte del Papa Francisco cuando surgieron reportes de que habían sido secuestrados él y su chofer, Ndubuisi Robert.
Su liberación, acaecida una semana más tarde, fue una buena noticia para ese país asolado por la violencia y la corrupción generalizadas, pero para quienes habían estado al tanto de su terrible experiencia, quedaban varias preguntas sin respuesta. ¿Quién secuestró al joven Obispo y a su chofer y por qué?
El mes pasado, el Obispo Chikwe se prestó a contarle su historia a Angelus. El hombre de 54 años estaba pasando unas semanas en California, visitando a sacerdotes de su diócesis natal de Nigeria y a viejos amigos suyos, del tiempo en que pasó 14 años en esta área como sacerdote estudiante y capellán de hospital.
Esos amigos les pueden decir que ni los años ni su nuevo título han cambiado al “Padre Moisés”. Su rostro apenas ha envejecido desde el tiempo en que llegó por primera vez a Los Ángeles como sacerdote estudiante, en el año 2003. Su sonrisa brillante y su risa contagiosa ocupan aún toda la habitación. Pero los malos tratos que sufrió a manos de secuestradores anónimos, los días y las noches que pasó caminando por la jungla africana y la experiencia espiritual que recuerda haber tenido durante su cautiverio, dejaron para siempre una huella indeleble en el Obispo Chikwe.
Ésta es su historia.
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En comparación con otros domingos, el 27 de diciembre de 2020 había sido un domingo tranquilo para el Obispo Chikwe.
Por la mañana, él celebró la misa en la parroquia en la que vivía. Pasó, después, un tiempo en su casa, con familias de la parroquia y más adelante, por la tarde, salió a ver a una vieja amiga suya, una mujer de unos 80 años, que venía con sus hijos de Lagos, la ciudad más grande de Nigeria.
El Obispo Chikwe y Robert, su chofer, rezaron el rosario duramte el camino de regreso, en lo que el sol se iba poniendo sobre Owerri. Estaban a tan solo unas cuantas cuadras de su casa y el Obispo Chikwe estaba guardando el rosario en su estuche, cuando una camioneta se detuvo repentinamente frente a ellos, bloqueando el camino que tenían por delante. Salieron de ahí cuatro hombres, con armas de fuego y vestidos con uniformes de policía, y les ordenaron que salieran del automóvil.
Cuando le pidieron al Obispo Chikwe que subiera a la camioneta, él se negó. Trató, en cambio de llamar la atención del vecindario.
“¡Soy Obispo! ¡Soy Obispo!” gritó, vestido con su sotana blanca de Obispo.
Los atacantes le dijeron al Obispo Chikwe que estaba actuando con terquedad. Si no entraba en el coche de ellos, debería volver al suyo.
Ésa tampoco era una opción para el Obispo Chikwe.
“¿Quieres morir?” le preguntaron los hombres. “Parece que quieres morir”.
“Yo ya le entregué mi vida a Cristo”, respondió el Obispo Chikwe.
Uno de los bandidos, impaciente, apuntó su arma al pie del Obispo y disparó, dando la bala en el piso.
El siguiente recuerdo del Obispo fue el despertar dentro del cofre de la camioneta. Uno de los pistoleros debía haberlo noqueado, se imaginó él.
Alrededor de la medianoche, el vehículo llegó a una casa que estaba a unas horas de viaje, en las afueras de la ciudad, recordó el Obispo Chikwe. A él y a Robert les quitaron sus pertenencias, les vendaron los ojos y los obligaron a empezar a caminar descalzos por la jungla nigeriana en la oscuridad de la noche.
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No fue sino hasta que el Obispo Chikwe y Robert emprendieron la marcha que él empezó a procesar plenamente lo que acababa de suceder: se trataba de un secuestro real y sus vidas estaban en manos de estos hombres. Su mente se llenó de preocupación por su compañero. Robert estaba casado y tenía cuatro hijos pequeños, el mayor de 5 años y el más joven todavía estaba siendo amamantado. ¿Qué harían sin su padre?
La banda se mantuvo en movimiento durante los siguientes días. Hubo un tercer cautivo, una mujer, que se les unió por el camino. Cada vez que se detenían, eran encadenados. Cuando llegaba el momento de dormir, los bandidos buscaban un claro en la jungla y extendían una cubierta de coche para que se acostaran en ella.
El Obispo Chikwe se negó a comer esa primera noche y también al día siguiente. Estaba molesto con sus captores, incapaz de entender por qué estaban siendo tratados de esta manera.
Pero hubo un momento en el cautiverio en el que, según dice el Obispo Chikwe, cambió todo.
“Tuve una vívida imagen de la pasión de Cristo”, recuerda el Obispo Chikwe. “Me quedó tan claro…: su tortura, la crucifixión, la corona de espinas… cuando vi eso, me dije a mí mismo, no he pasado ni la mitad de lo que él sufrió”.
Fue un momento que el llama el momento de “la gracia salvadora” de su cautiverio.
“En ese momento me dije a mí mismo: ‘Oh, estos tipos pueden golpearme, pueden hacerme cualquier cosa. Ya no me importa’. Así que eso realmente me desensibilizó. Eso insensibilizó mi cuerpo. Incluso cuando me abofeteaban y me hacían todo tipo de cosas a mí o a mi chofer, ya no me importaba”.
“Ese momento fue el de la intervención misma de Dios, el momento de la salvación”, recuerda él. “Hizo todo más fácil para mí, me ayudó a soportar cualquier sufrimiento y todo lo que éste implicaba”.
Otra gracia del tiempo pasado “acampando en la jungla” —como ahora le gusta llamarlo al Obispo Chikwe— fue el tiempo que tuvo para la oración y la contemplación. Empezó a pensar en el momento de su captura: viendo que sucedió justo cuando terminaban de rezarle a la Santísima Virgen María.
“Me dije a mí mismo: 'No, no; Nuestra Señora intervendrá en esto’”, recuerda él.
Si ella tenía algo que decir al respecto, el sábado sería el día de su liberación, pensó. Ese era el día de la semana que la Iglesia dedica tradicionalmente a la Santísima Virgen, y en su propia parroquia el Obispo se esmeraba en dedicarle a ella la misa del día, la mayor parte de las semanas.
Al no contar con un rosario físico, el Obispo Chikwe empezó a rezar el rosario con los dedos.
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Después de unos días de caminar por la jungla, sus captores le pidieron al Obispo Chikwe que le llamara a su jefe.
Le dieron un teléfono celular y él marcó el número del Arzobispo Anthony Obinna de Owerri, el hombre que lo ordenó sacerdote y luego Obispo. Le explicó que los secuestradores querían 30 millones de nairas nigerianos como rescate, una suma equivalente a más de 70,000 dólares.
Ambos Obispos les explicaron a los malhechores que la Iglesia católica no pagaba rescates. Los bandidos insistieron en que conservarían cautivos a sus prisioneros todo el tiempo que fuera necesario para obtener el dinero. Luego, empezaron a caminar nuevamente, esta vez hacia un lugar en el que les dijeron que probarían lo que era el “cautiverio real”, sin alimentos ni agua.
Fue allí, en el punto más bajo de la semana que el Obispo pasó en la jungla, donde sucedió algo que todavía le cuesta trabajo explicar.
Los cautivos habían caminado durante horas. Y llegaron a una parte remota de la selva, donde los esperaba el líder de los bandidos.
“Obispo”, le dijo el hombre a su cautivo.
“Jefe”, respondió él.
El “capo”, como lo llamó el Obispo Chikwe, les ordenó a sus hombres que le quitaran la venda de los ojos al Obispo.
El Obispo Chikwe pensó que la orden sólo podía significar una cosa. Quitarse la venda implicaba que vería el rostro del capo y podría identificarlo en el futuro, lo cual, en esta situación, representaría una sentencia de muerte para cualquier cautivo.
“Ahora que se les ha dicho que no hay rescate, ellos saben que no van a obtener nada”, recordó haber pensado.
El sol de la tarde estaba muy brillante y él entrecerró los ojos cuando le quitaron la venda. Y mantuvo baja la mirada.
El capo le preguntó si había bebido algo de agua. No, respondió el obispo Chikwe, a lo que el jefe respondió diciéndole a sus hombres que le dieran agua y también una botella de Coca-Cola.
Le pidió al obispo Chikwe que lo mirara a la cara. El obispo dice que trató de levantar la cabeza, pero que ésta pareció inclinársele automáticamente hacia abajo. Mantuvo el rostro hacia abajo en lo que el hombre empezaba a hablar.
“Lamento mucho lo que le hicimos”, comenzó diciendo el capo.
El secuestro fue un error, dijo. Empezó luego a explicar que había “emprendido esto, provocado por la ira, la frustración y el deseo de venganza”, recordó el obispo Chikwe, y afirmó que aquel domingo, en Owerri, los bandidos habían visto al chofer del automóvil, pero no habían reconocido al obispo en el asiento del pasajero.
El líder dijo que los cautivos serían liberados ese mismo día, sin necesidad de ningún rescate. Le pidió perdón al obispo y se encomendó a sus oraciones.
El obispo recuerda haberles dicho a sus captores: “Los perdono a todos. “Y, les dije, ‘Si les he hecho algún mal a alguno de ustedes, también les pido que me perdonen’ ”.
Los hombres, perturbados, le insistían al Obispo que eran ellos quienes lo habían ofendido.
“¡Usted es el padre de todos!” le dijo uno. “¡Tanto de los buenos como de los malos!” agregó otro.
Antes de salir de la jungla y de volver a ponerles las vendas en los ojos a sus cautivos, los dos hombres que habían estado custodiando al Obispo Chikwe y a Robert se arrodillaron para recibir una bendición.
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Unas horas más tarde, en una calle de Owerri, nadie podría haber reconocido en él a ese Obispo que todos parecían estar buscando.
La misma camioneta que se había utilizado para secuestrar al Obispo Chikwe y a Robert cinco días antes, los había dejado allí, a altas horas de la noche. Ahora, estaban de pie, en la calle, descalzos y vestidos con ropa sucia. Si ellos les hubieran revelado quiénes eran a los que transitaban por ahí, ¿les habría creído alguno de ellos?
El Obispo encontró un teléfono para llamarle a su secretario, quien saltó de la cama para ir a recogerlos en su auto. Era casi la medianoche.
“Esa libertad fue como un enorme soplo de aire fresco”, dijo el Obispo Chikwe cuando se le pidió que describiera aquella noche. “El hecho de que ahora soy libre, de que ya no estoy en cautiverio fue algo…, bueno, mi alegría no tuvo límites”.
Su alegría pareció multiplicarse cuando empezó a pensar en su oración a la Virgen María. Estaba seguro de que ella lo ayudaría y de que su liberación llegaría en el día especial de la semana dedicado a ella, es decir, el sábado. Pero, al parecer, ella había superado sus expectativas. Su liberación se produjo un día antes de lo que él había predicho: el viernes 1 de enero, día en que la Iglesia católica celebra la fiesta de María, Madre de Dios.
“Me di cuenta de que nuestra Santísima Madre realmente intervino ahí”, dice él, riendo.
Al día siguiente, lo llevaron a que le hicieran un chequeo médico. El domingo celebró la misa en su parroquia, en donde fue recibido con estruendosos aplausos y se cantó un himno de acción de gracias a Dios por su “milagrosa” liberación.
Se produjo un hecho extraño: casi todas las pertenencias del Obispo se encontraron, depositadas en la catedral de Owerri, entre ellas la sotana, la cruz pectoral y los zapatos del Obispo. Los bandidos sólo conservaron su anillo episcopal y su reloj de pulsera.
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Después de su liberación, los prisioneros liberados llegaron finalmente a enterarse de que una redada nocturna de policía había estado a punto de encontrarlos esa semana, sin lograrlo. Las fuerzas de la ley estuvieron tan cerca, de hecho, que los bandidos abandonaron a sus prisioneros en la jungla aquella noche y huyeron a esconderse, para posteriormente regresar a recuperarlos más tarde.
El Obispo Chikwe se enteró también de la historia de otro sacerdote nigeriano vinculado a Los Ángeles, el Padre Al Ezeonyeka, a quien había conocido durante su estadía en California. La misma semana de la captura del Obispo, él también había escapado, por un estrecho margen de la muerte, a manos de unos bandidos armados en Nigeria. (En otra extraña coincidencia, el Padre Ezeonyeka también describió haber sido atacado mientras terminaba de rezar el rosario).
Aunque el Obispo Chikwe no sufrió lesiones físicas duraderas durante el cautiverio, la terrible experiencia lo dejó comprensiblemente conmocionado. Ahora es más sensible a ciertos sonidos y siente la necesidad de estar más alerta cuando conduce de noche.
Incluso cuando estuvo encadenado, el Obispo Chikwe empezó a preguntarse si Dios había permitido que el cautiverio lo acercara a su pueblo.
“Pensé que tal vez esto era algo bueno para mí, puesto que ahora experimento el dolor que viven todos los demás, en la sociedad [nigeriana]”, dice.
El Obispo Chikwe con Gary y Cynthia Micaletti, este verano, en California, con amigos de su época de sacerdote estudiante, en la Iglesia de San Marcos, en Venecia. También en la foto, vestida de azul, está la hija de ambos, Francesca. (Familia Micaletti)
Pero quizás la aportación más duradera de esta experiencia se remonta a aquella frase de la Escritura, “liberar a los cautivos”. Al elegir ese lema, él se acordó de su época de capellán en un hospital de VA, en San Diego, cuando aún era sacerdote estudiante. Frecuentemente entraba en contacto con veteranos que eran prisioneros del dolor, de las adicciones al alcohol y a las drogas, que eran perseguidos por relaciones fallidas, acosados por la pérdida de la esperanza y del significado de su vida.
“Yo recorría las camas y escuchaba muchas de esas historias, y me conmovía profundamente lo que la gente estaba viviendo”, dice el Obispo Chikwe.
Está convencido de que su estancia en California fue una preparación para su futura misión en Nigeria. Ahora que ha experimentado un tipo de liberación más literal, dice que la experiencia le ha dado “una convicción aún más profunda del Dios al que le damos culto”.
“Cuando salí y escuché que mucha gente de todo el mundo... incluso el Santo Padre, estaban orando por nuestra liberación, eso me conmovió profundamente”, dijo el Obispo Chikwe. “Y esto me habla de cómo esta universalidad de la Iglesia —¿sabes?—, hace que si tocas una parte de ella, otra se ve afectada. Y de que todos estamos en comunión. Así que eso fue algo muy notable para mí”.