El murmullo del agua es el sonido más fuerte que se escucha a lo largo de la ribera del río Sumpul, el cual divide el norte de El Salvador de Honduras. Pero lo que Noe Guardado todavía escucha por dentro, lo que ahoga los sonidos del agua son los sonidos de los helicópteros y los disparos que atraparon a una población de unos 650 civiles desarmados el 14 de mayo de 1980, a lo largo de la zona normalmente tranquila cerca del río.
"Yo cuando vengo aquí, veo a los que estuvieron. Deseo algo... deseo tenerlos levantaditos", dijo Guardado en una entrevista el 14 de mayo con Catholic News Service.
Don Noe, ahora abuelo, fue uno de los cientos de peregrinos que asistieron a las conmemoraciones del 41 aniversario de lo que se conoce como la masacre del río Sumpul.
Sobrevivientes de la masacre dicen que el 13 de mayo de 1980, el día antes de la masacre, cientos de soldados armados en el lado salvadoreño del río comenzaron a invadir pueblos alrededor del Sumpul, llevando a residentes aterrorizados, sospechosos de ser simpatizantes de cuerpos de izquierda, hacia el río, hacia una zona desmilitarizada conocida como Las Aradas, un caserío a la orilla del río donde se refugiaban los lugareños.
En lo que se cree que fue un esfuerzo militar coordinado, los soldados del lado hondureño al otro lado del rio simultáneamente comenzaron a sacar a los salvadoreños que se habían escondido en la vegetación cerca de su lado de la frontera, llevándolos también hacia el Sumpul.
A las 7 de la mañana del día siguiente, cuando los soldados de ambos bandos habían atrapado a un gran grupo de campesinos en un perímetro, abrieron fuego contra ellos. Algunos murieron por balas disparadas desde dos helicópteros militares mientras miembros de un grupo paramilitar en la tierra abrieron fuego contra los civiles. Ya que el nivel de agua del río ese día era alto, aquellos que lograron esquivar las balas encontraron la muerte, ahogados en la corriente.
"Los poderosos de siempre decían 'comunistas, comunistas'" para justificar los ataques contra la población civil, muchos de los cuales se habían afiliado a organizaciones sociales, como sindicatos, buscando salarios y condiciones laborales justas en una época de gran disparidad, dijo el obispo Oswaldo Escobar Aguilar de Chalatenango. Junto con una media docena de sacerdotes, el prelado concelebró una misa recordando a los muertos como cristianos llenos de fe, catequistas y fieles católicos, no guerrilleros.
La Iglesia Católica, dijo, está comprometida con recuperar la memoria histórica de hechos como la masacre del río Sumpul, alumbrando luz sobre la verdad, no sobre las difamaciones que pintaron a las víctimas, muchas de ellas niños y niñas, como elementos terroristas.
Por varios años ya, cientos han acudido en masa a la aldea remota, calcando los pasos que tomaron las víctimas hacia Las Aradas, un lugar accesible solo a pie o a caballo. La falta de fácil acceso al lugar donde tuvo lugar la masacre ayudó a los soldados a ocultar pruebas de las atrocidades que se cometieron allí. Algunas incluyeron ataques contra mujeres embarazadas y sus hijos por nacer, asesinados con bayonetas, así como violaciones, en un frenesí de violencia que duró gran parte del día.
Un franciscano capuchino de Nueva York que trabajaba en Honduras, el padre Earl Gallagher, atendió a sobrevivientes poco después del incidente. El padre Gallagher, conocido como "Padre Beto", dijo al periódico The New York Times que había visitado el río en el lado hondureño un día después de que las víctimas comenzaran a llegar, y dijo que "había tantos buitres picoteando los cuerpos en el agua que parecía una alfombra negra'', según un artículo del periódico del 8 de junio de 1981.
Los sobrevivientes, y aquellos como Guardado, quien formó parte de la guerrilla y se escondía en las montañas ese día, dicen que es difícil borrar las imágenes. Incluso si no se presenció, hay una sensación inquietante cuando se les ve a un grupo de actores empujando a mujeres y niños contra el suelo con la culata de un rifle, simulando la matanza de los que lloraban ese día.
El padre franciscano irlandés Brendan Forde, que trabaja con las comunidades rurales donde se llevaron a cabo los eventos, instó a los cientos que asistieron a las conmemoraciones, en plan de peregrinación, a recordar que estaban pisando tierra sagrada.
"La sangre de ellos está aquí. No es un símbolo", dijo. "Donde están nuestros pies, es el mero lugar".
Como muchos delitos, grandes y pequeños en El Salvador, nadie ha enfrentado consecuencias. En una conferencia de prensa durante la conmemoración, los sobrevivientes pidieron justicia y dijeron que a pesar de que se presentó una denuncia en 1992, la oficina del fiscal general se ha negado a investigar el crimen. Dijeron que les preocupa que continúe la impunidad bajo el presidente Nayib Bukele, quien denigró los compromisos logrados en los acuerdos de paz de 1992 que pusieron fin a la guerra civil de 12 años en El Salvador.
"No buscamos venganza, sino aspiramos una reconciliación nacional", una que, a través de una nueva investigación, finalmente le cuente al mundo la verdad de que sucedió, que pida perdón y garantice reparaciones morales y materiales, la Asociación de Sobrevivientes de la masacre del Sumpul y otras masacres en Chalatenango, dijeron en un comunicado de prensa.
El obispo pidió a los asistentes imaginar qué podría existir en Las Aradas para el 50 aniversario de la masacre, en nueve años. Muchos de ellos dijeron que querían ver un santuario, un lugar para reflexionar, un parque natural.
"Yo quisiera ver un lugar donde los niños pudieran llorar y reír con alegría, bonito", dijo el padre Forde. "No hagamos templos grandes, ni nada, pero un lugar donde la gente pueda reunirse y celebrar, y que los niños especialmente, (tengan) un lugar donde puedan reír y llorar en paz, porque muchos (durante la masacre) murieron llorando (de terror)".