La hermana Alessandra Smerilli con el Papa Francisco en una foto sin fecha en el Vaticano. (CNS/Vatican Media, cortesía del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral)
Trabajar con el Papa Francisco al servicio de la Santa Sede ha sido, para mí, un camino lleno de sorpresas.
Mi recorrido comenzó durante el Sínodo de los Obispos sobre los Jóvenes (2018), cuando miembros del Pueblo de Dios —en particular algunas mujeres— empezaron a estar presentes de forma más constante entre los obispos.
El Papa fue muy atento con nosotras en esos encuentros y quería que sintiéramos su aliento. Fue durante ese sínodo que me conoció por primera vez como religiosa y economista. Me brindó su confianza con gran generosidad. De hecho, la primera vez que me lo encontré, dijo: “Ah, Smerilli, ¡la economista!”
Siempre me pareció algo profundamente evangélico: Francisco sabía transmitir confianza a nivel personal, al tiempo que daba el debido reconocimiento a los procesos que hacían posible nuestra participación. Como Hija de María Auxiliadora, percibí una sintonía entre el estilo del Santo Padre y el método educativo de Don Bosco: una mezcla de audacia y ternura.
En 2020, fui llamada a colaborar con la Comisión Vaticana COVID-19. Luego, al Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, primero como subsecretaria y luego como “primera” secretaria.
Ha sido —y sigue siendo— una gran aventura marcada por la sinodalidad. El inicio de mi servicio coincidió con el comienzo del camino sinodal universal y la reorganización de la Curia Romana. Con la publicación de la constitución Praedicate Evangelium en 2022, Francisco propuso una nueva forma de estar al servicio de las Iglesias locales y del obispo de Roma. Desde entonces, todos caminaríamos juntos.
Diría que esto marcó el tono del trabajo junto a Francisco. Aprendí mucho de su dedicación, su incansable entrega y su disposición a acompañar. Siempre me impresionó su capacidad de calmar situaciones difíciles y asumir personalmente decisiones incómodas. Al mismo tiempo, me enseñó a no apresurarme al decidir: a esperar hasta tener todos los elementos, y a no actuar si había dudas.
Francisco era un hombre con una profunda capacidad de escucha. De esa escucha nacía una virtud rara, pero que también caracterizaba al apóstol Pedro en el Nuevo Testamento: la capacidad de cambiar de opinión e incluso de pedir perdón.
La relación del Papa con las personas, incluidas las mujeres, nacía de su oración. Formado en el estilo ignaciano, se sumergía en las páginas del Evangelio, podía ponerse en distintos puntos de vista y escuchar los movimientos interiores.
El Papa Francisco posa con mujeres participantes y colaboradoras del Sínodo de los Obispos en el Palacio Apostólico, el 19 de octubre de 2024. (CNS/Vatican Media)
Nuestro vínculo se convirtió rápidamente en una verdadera comunión en el ejercicio del gobierno, mediante el discernimiento y la toma de decisiones. En ello sentí no solo confianza, respeto y sinceridad, sino también un corazón abierto y activo.
Ese lazo se alimentaba del hecho de que no había nada preestablecido, ningún programa o ideología a imponer a toda costa —solo la tensión por servir al Evangelio, especialmente donde el Pueblo de Dios sufre injusticias o las consecuencias de un modelo de desarrollo defectuoso.
La visión de Francisco sobre el papel de las mujeres en la Iglesia se comprende mejor en este contexto: para él, se trataba de hacer justicia, de reconocerlas como portadoras de una palabra que a menudo ha sido silenciada, de hacerlas partícipes en los procesos de discernimiento y decisión con su propia sensibilidad.
Estaba convencido de que quienes permanecían fuera de los centros de poder, por las más diversas razones, tenían una perspectiva indispensable para comprender la realidad. Esta no era una confianza de naturaleza sociológica o cultural, sino una convicción profundamente teológica: la Palabra de Dios nos llega también en el clamor de los pobres y de la tierra. Es una sabiduría que nace desde las periferias.
En cuanto a su entrega y dedicación, puedo decir que cada vez que le enviaba una petición, su respuesta no tardaba más de 24 horas. Para mí, eso fue una escuela de vida —¡cuántas veces yo hago esperar a los demás!
Sobre su enfoque hacia las mujeres y su inclusión en roles de responsabilidad, lo escuché hablar muchas veces de manera espontánea sobre estos temas, incluso sin que se le preguntara. Y no solo en contextos eclesiales: también cuando se encontraba con líderes empresariales, notaba de inmediato si había pocas mujeres. Podía bromear conmigo sobre esto. Una vez, incluso cambiamos el orden de una foto porque dijo que los hombres me estaban dejando al margen.
Lo que más me conmovió, especialmente tras su última hospitalización, fue que siempre respondía a nuestros saludos y oraciones, preguntaba cómo estábamos y por nuestra misión. Sus últimos gestos con nosotros fueron encomendarnos a personas necesitadas y a poblaciones golpeadas por catástrofes. En su propia carne estaba inscrita esa Iglesia en salida que nos pedía ser —una Iglesia no centrada en sí misma, sino en los demás.