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ROMA - En 1946, un niño de 13 años que crecía en la pequeña ciudad de Trinity, Texas, descubrió que un vecino llamado Charles Hazard había molido vidrio, lo había mezclado con comida y se lo había dado de comer a su perro, matándolo así, porque Hazard estaba molesto porque el perro tenía la costumbre de cruzar a su patio.

En busca de venganza, el chico recordó que Hazard era miembro del Ayuntamiento y que se acercaban las elecciones. El chico obtuvo una licencia de conducir para principiantes y utilizó el coche familiar para llevar a decenas de residentes negros a las urnas, informando a todos de que Hazard había matado a su perro. Hazard perdió por 16 votos, y el chico, llamado Charlie Wilson, se enamoró de la política.

Años más tarde, el congresista Charles Wilson dirigiría el Subcomité de Asignaciones de Defensa de la Cámara de Representantes para inyectar 5.000 millones de dólares entre 1980 y 1989 en armar encubiertamente a los muyahidines de Afganistán en su resistencia contra la ocupación soviética. Los soviéticos se retiraron en desgracia en febrero de 1989, y el Muro de Berlín cayó nueve meses después.

Se podría decir, por tanto, que Charles Hazard puso en marcha el final de la Guerra Fría por ser malo con el perro de un vecino.

Moraleja: Las grandes cosas suelen ser el resultado de pequeños comienzos.

Parece una nota apropiada para comenzar una reflexión sobre el recién concluido Sínodo de los Obispos sobre la Sinodalidad, que terminó sin ninguno de los grandes cambios que, en un momento u otro, se habían anticipado: Ni mujeres diáconos, ni ampliación del sacerdocio conyugal, ni nueva teología de las relaciones «LGBTQ+». Aunque hubo mucha retórica sobre el diálogo, la participación y la consulta, al final muchos observadores tuvieron la tentación de preguntarse si realmente todo era ruido y pocas nueces.

En realidad, el documento final del Sínodo contiene varias recomendaciones concretas, en su mayoría no controvertidas, que es razonable esperar que se pongan en práctica en los próximos dos años.

Consejos parroquiales: El canon 536 del Código Canónico establece que los consejos pastorales en las parroquias deben establecerse sólo si el obispo «lo considera oportuno». Aunque los consejos parroquiales son una práctica más o menos habitual en Estados Unidos, no ocurre lo mismo en gran parte del resto del mundo católico. El sínodo insinuó con fuerza que estos consejos deberían ser obligatorios para la Iglesia universal.

Consejos económicos: El derecho canónico exige que cada parroquia tenga un consejo de finanzas, pero la experiencia parece variar en cuanto a la actividad de estos órganos, la frecuencia con que se reúnen, el tipo de transacciones que supervisan, etcétera. Es probable que, en un futuro próximo, nuevas directivas especifiquen cuestiones como quién debe formar parte de estos consejos, cómo deben ser elegidos, qué transacciones deben requerir la aprobación del consejo de finanzas, etc.

Ampliación: Lo mismo que se ha dicho sobre los consejos parroquiales se aplica al nivel diocesano. Además, el documento también prevé la creación de redes entre los consejos de varias parroquias de una diócesis, y entre los consejos diocesanos de una región o nación determinada.

Sínodos: El documento también aboga por la práctica regular de sínodos diocesanos, provinciales y regionales, todos ellos basados en el modelo de reunir a los obispos en conversación con diversos grupos de la Iglesia. Todo hace suponer que el derecho canónico se modificará en breve para exigir que estos órganos se reúnan periódicamente. También es probable que se recomiende hacer especial hincapié en la apertura de estas reuniones a las mujeres y los jóvenes, a los católicos tradicionalmente alejados de la vida eclesial y, en su caso, a los interlocutores ecuménicos, interreligiosos y laicos.

Espacios «intermedios»: El documento final alentaba el desarrollo de organismos intermedios entre la Iglesia universal (que en el argot político suele significar Roma) y la Iglesia local. Estos espacios incluirían provincias eclesiásticas y agrupaciones nacionales y regionales de iglesias. En un futuro próximo, es probable que se fomenten estos foros, con la idea de incluir no sólo a jerarcas y apparatchiks, sino también a creyentes de a pie.

Los cínicos podrían poner los ojos en blanco y quejarse de que el resultado más probable de todo lo anterior serán incontables horas adicionales consumidas en reuniones de comités. Francamente, es probable que haya algo de verdad en tales previsiones.

Pero reflexionemos: Supongamos que este nuevo impulso hacia la participación y la consulta hace que sólo el 1% de los católicos pasen de la inercia al compromiso. Globalmente, incluso ese pequeño porcentaje de cambio se traduciría en un vasto grupo de 1,3 millones de personas que de repente se interesan más por los asuntos de la Iglesia, aportan su granito de arena y esperan ser escuchados.

¿Qué puede significar esto?

Como con Charles Hazard y ese perro, simplemente no lo sabemos. Quizás todos estos nuevos católicos se levanten y exijan los cambios que el sínodo no ha conseguido. O tal vez el tipo de personas con más probabilidades de implicarse sean las más apegadas a las enseñanzas y prácticas tradicionales, y acaben liderando una especie de impulso restauracionista.

Tal vez se cansen de la política, de las consultas y de las «conversaciones en el Espíritu», y decidan salir a hacer algo. Tal vez lancen movimientos, conviertan almas, naden mares, muevan montañas, alcancen la estrella inalcanzable y luchen por el derecho sin cuestionarlo ni detenerse. A estas alturas, todos son resultados igualmente posibles, y ninguno puede excluirse a priori.

Dicho de otro modo, al hacer hincapié en la creación de una miríada de nuevos mecanismos para implicar a la gente, el Sínodo de los Obispos sobre la Sinodalidad ha optado en efecto por la imprevisibilidad.

Es lo que tiene animar a la gente a participar: No se puede controlar lo que harán una vez que lo hagan. Ahí está el drama... no tanto de hoy, quizá, sino muy posiblemente de mañana.