En diciembre pasado, el gobierno español liderado por el socialista Pedro Sánchez, anunciaba, antes de su aceptación oficial de la Santa Sede, que la exministra de educación Isabel Celaá, sería la nueva embajadora de España ante el Vaticano.
La semana pasada la Secretaria de Estado dio la confirmación al gobierno, que lo anunció ya como un hecho esta semana.
Se suele decir que cuando un gobierno elige a un embajador lo hace pensando en facilitar las relaciones con el país al que lo envía, o para ser más eficaz en el conflicto que se prepara. En el caso de al ex ministra de educación, parecería que las dos cosas se aplican. O ninguna de ellas.
Celaá se define a sí misma como católica practicante. La ex ministra ahora diplomática es una persona de profundas convicciones religiosas. De hecho, cuando fue nombrada al frente del futuro educativo de los niños españoles, los obispos habían visto con buenos ojos su nombramiento.
Sus padres confiaron su educación a los Jesuitas, y ella hizo lo mismo con sus dos hijas. En la universidad, nuevamente se volcó hacia la orden fundada por San Ignacio de Loyola, a la que también pertenece el Papa Francisco.
Aunque la nueva embajadora vaya a sentirse cómoda entre las bambalinas eclesiásticas a las que conoce bien, los pasillos de la Santa Sede pueden tener larga memoria. En el caso de Celaá, no olvidarán el que se haya enfrentado a tótems de la Iglesia española para hacer que, en la reforma educativa por ella promovida, la clase de Religión no puntuase para pasar de curso.
A demás, el Gobierno de coalición que la envía, y en particular su propio partido, el PSOE, tiene abiertos varios frentes de “conflicto” con la Santa Sede.
Políticamente es muy progresista, enfocada en promover en la educación una agenda de género. Fue también quien enfrentó a tótems de la Iglesia española para hacer que, en la reforma educativa por ella promovida, la clase de Religión no puntuase para pasar de curso. La ley de educación aprobada a finales del año pasado, da mayor prioridad a la perspectiva de género, la brecha digital de género, el respeto a los animales, la transición ecológica, la educación afectivo-sexual (determinada por el Estado y no los padres) y la identidad sexual que a la educación religiosa.
La ley fue criticada por muchos motivos: desde el contenido de la misma que preocupó tanto a padres como instituciones, y fue mal recibida por la comunidad educativa porque no fue incluida en el diálogo para su redacción.
A su vez, el nombramiento de Celaá llega en un momento en el que el gobierno de España está negociando con la conferencia episcopal española la devolución de unos 1,000 inmuebles inmatriculados por la Iglesia Católica. Ese número fue revelado por una comisión mixta entre los obispos (CEE) y el Gobierno.
La CEE ha realizado un estudio exhaustivo de verificación de los procesos de inmatriculación de cada uno de los bienes atribuidos a la Iglesia Católica. Tras este estudio, la CEE ha revelado que no le consta tener la titularidad de un millar aproximado de bienes en principio adjudicados a la Iglesia.
Además de la citada Ley Celaá, ya aprobada y fuera de las manos de la socialista, la revisión de los acuerdos de España con la Santa Sede es una histórica reivindicación del PSOE. Los acuerdos son cuatro, y fueron subscriptos por ambos países en 1979. Sin embargo, dieron continuidad a lo establecido en el Concordato de 1953 entre el régimen franquista y la Santa Sede. Motivo por el cual el socialismo español reflota cíclicamente la idea de re negociarlos. Aunque no fue tema de la plataforma electoral que lo llevó a Sánchez a Moncloa en 2019, sí está en agenda ahora.
El gobierno de Sánzchez tiene la intención de redactar una nueva ley que establezca la autofinanciación de la Iglesia, la secularización de las ceremonias y signos, y la neutralidad de todas las instituciones, servicios y servidores públicos respecto a la convicciones ideológicas y religiosas de los ciudadanos.
Por todos estos motivos, la elección de Celaá es a la vez acertada como polémica: ha demostrado su aptitud para ir adelante con una propuesta sin mayor apoyo que el de su propio partido, pero tiene también un profundo conocimiento de la Iglesia y de cómo se mueve la jerarquía.
La clave para un embajador ante el Vaticano para un país como España, con una importante tradición católica, pero a su vez con fuertes puntos de fricción en la actualidad, es que entienda el rol de la Iglesia en el contexto internacional.
La Santa Sede, con sus embajadores en prácticamente todo el mundo, es un aliado diplomático clave. Y como interlocutor, entiende que los valores de uno estado pueden no estar alineados con la fe católica, pero si espera un respeto máximo de la libertad religiosa con todas sus implicaciones jurídicas y culturales.
Celaá, aun siendo católica practicante, ha dejado entrever con la ley de educación que no está necesariamente de acuerdo con este punto. Si el mandamás español busca agitar las aguas con la Iglesia de cada a una contienda electoral que se le presenta cuesta arriba, la revisión de los Acuerdos puede resultar un buen señuelo en una España cada vez más secularizada.
Si su objetivo es, como dice el Papa Francisco, “hacer lío,” Sánchez ha elegido un alfil. Pero si busca un acuerdo con la Iglesia que sea negociado, como ha prometido, necesitará que Celaá se comporte, al menos por momentos, como un peón.