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Ante la inminente celebración de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, se plantea una pregunta: ¿No es un Sínodo sobre la Sinodalidad -que es lo que se supone que es éste- un ejercicio de auto-preocupación bastante embarazoso para la Iglesia en un momento en el que abundan las crisis mundiales, desde la guerra en Ucrania hasta la hambruna en el África subsahariana?

Pero un defensor del Sínodo podría decir que es injusto plantear esa pregunta. Después de todo, la Iglesia no causó problemas como esos y, de hecho, está haciendo lo que puede para aliviarlos. Además, la Iglesia merece tiempo, como en un sínodo, para concentrarse en cuestiones serias relativas a su propia estructura y funcionamiento.

Con todo, es razonable preguntarse, incluso a estas alturas, si la "sinodalidad" es precisamente la cuestión más apremiante en estos momentos. No sólo le hacen sombra las crisis mundiales que acabamos de mencionar, sino que, simplemente, entre los problemas intraeclesiales que podría discutir un sínodo, yo personalmente daría prioridad a la escasez de vocaciones sacerdotales, la práctica desaparición de las comunidades religiosas femeninas, el sorprendente descenso de la asistencia a Misa y de la creencia en la Presencia Real, la creciente dificultad de transmitir la fe a los jóvenes, y la apatía y el analfabetismo religioso de tantos católicos nominales.

Francamente, dudo que la "sinodalidad" sea la respuesta a ninguna de estas cosas. Lo que puede ayudar a explicar por qué las expectativas y ansiedades centradas en el Sínodo sobre la Sinodalidad difieren tanto.

Por ejemplo: el periodista pro-sínodo Christopher Lamb escribe airadamente en The Tablet de Londres sobre las personas que podrían tener el valor de no "convertirse al proceso" de la sinodalidad - un proceso, cabe señalar, que hasta ahora ha sido dolorosamente inestable y amateur. En el otro extremo del espectro está el profesor de teología Michael Hanby declarando en First Things -semanas antes de que comience el sínodo- que el Sínodo sobre la Sinodalidad ha demostrado ser "el Sínodo sobre la afirmación e inclusión LGBTQ".

Ambos caballeros pueden estar en lo cierto. Pero prefiero esperar a que el sínodo suceda antes de emitir un juicio final sobre su proceso o su producto.

Siguiendo un plan decretado por el papa Francisco, a esta primera sesión -que comenzará el 4 de octubre y continuará hasta el 29 de octubre- le seguirá una segunda sesión en octubre del próximo año en la que los participantes llegarán a conclusiones y harán recomendaciones. Está claro, sin embargo, que el Papa espera que el sínodo haga avanzar su gran proyecto de crear una Iglesia sinodal, y puesto que Francisco tendrá la última palabra, bien podríamos esperar que la Iglesia sinodal sea algo bueno y no una réplica permanente del destartalado proceso que ha conducido al momento actual.

Sin embargo, para mantener incluso ese optimismo condicional, es imperativo que la reunión de Roma muestre al menos algunos resultados positivos. Y eso no sucederá si la impresión que emana del aula sinodal es que a los participantes se les obligó a llegar a conclusiones predeterminadas en lugar de permitirles encontrar el camino por sí mismos.

Como miembro del personal de las delegaciones estadounidenses en varios sínodos del pasado, sé muy bien que la manipulación de los procedimientos es totalmente posible. A corto plazo, los manipuladores pueden obtener los resultados que desean, pero a largo plazo la manipulación pondrá el lanzamiento de la Iglesia sinodal bajo una nube.

Como mínimo, ¿no requiere la sinodalidad dejar que la gente diga lo que piensa en lugar de lo que alguien quiere que piense? Los partidarios de la sinodalidad deberían esperar que esa sea la norma en el Sínodo sobre la Sinodalidad.