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ROMA - Para cualquiera de la prensa estadounidense que cubrió el histórico viaje del Papa Juan Pablo II a Cuba hace 25 años, con el dramatismo de un tête-à-tête entre el pontífice polaco y Fidel Castro, la experiencia quedará asociada para siempre a otra figura que, en aquel momento, no se encontraba cerca de la isla: Monica Lewinsky.

Las cadenas de televisión y los periódicos estadounidenses habían enviado a Cuba a sus mejores periodistas, entre ellos Peter Jennings, Dan Rather y Tom Brokaw, para luego retirarlos y enviarlos de vuelta a Washington cuando el asunto Lewinsky salió a la luz el mismo día que el Papa llegaba a La Habana, el 21 de enero de 1998.

Un cuarto de siglo después, la mayoría de los periodistas estadounidenses probablemente estarían de acuerdo en que el viaje de Juan Pablo II a Cuba fue, con diferencia, la noticia más importante de aquella fatídica semana, aunque probablemente también tendríamos que estipular que si hoy se produjera una coincidencia similar, volveríamos a decantarnos por el escándalo en lugar de la sustancia.

Ahora que el Papa Francisco se dispone a embarcarse el 31 de enero en el que será el 40º viaje internacional de su papado y el tercero a África, con visitas a la República Democrática del Congo y Sudán del Sur, merece la pena echar la vista atrás al histórico viaje de Juan Pablo II hace 25 años, tanto por lo que puede enseñar sobre la influencia creada por un viaje papal como por sus límites.

En aquel momento, el teatro de la experiencia parecía obvio: Juan Pablo II, de 77 años, era el hijo triunfante de Polonia que había derrocado al comunismo en Europa; Fidel Castro, de 71, era el dictador comunista más extravagante que quedaba en el mundo, el jefe de un Estado oficialmente ateo que, sin embargo, tiene profundas raíces católicas.

Tras el viaje, la portada de Time lo resumía así: "Lo que les unió: dos gigantes del siglo ponen a prueba su fe".

Desde la ceremonia de llegada al aeropuerto internacional José Martí de La Habana, parecía que las líneas de batalla estaban trazadas.

Juan Pablo II comenzó rezando en voz alta para que Cuba se convirtiera en una tierra de "libertad, confianza mutua, justicia social y paz duradera", frase que implicaba claramente que aún no lo era. Castro, por su parte, dijo sin rodeos a su invitado que "elegimos mil muertes antes que abdicar de nuestras convicciones".

Sin embargo, en realidad, ambos hombres llegaron a la experiencia con fuertes incentivos para encontrar un terreno común.

Castro quería que la autoridad moral del Papa respaldara su campaña para poner fin al aplastante embargo estadounidense sobre Cuba. En ese frente, Juan Pablo II cumplió: "Que Cuba, con todo su magnífico potencial, se abra al mundo", dijo el pontífice, "y que el mundo se abra a Cuba".

Por su parte, Juan Pablo II quería presionar al régimen castrista para que diera más respiro a la Iglesia católica, muy debilitada por décadas de ateísmo impuesto por el Estado, estrictos controles sociales como el cierre de todas las escuelas católicas, y la omnipresente influencia de tradiciones religiosas afrocubanas como la santería.

Los diplomáticos vaticanos, expertos en jugar a largo plazo, también esperaban que la Iglesia cubana desempeñara un papel en la sociedad postcastrista. No podían saber que Castro sobreviviría otros 18 años, una década más que Juan Pablo II, y que la única transición de poder sería a su hermano Raúl.

En términos de apertura a la fe, Juan Pablo II logró un gran avance incluso antes de llegar. Como gesto de buena fe, Castro llegó a autorizar la celebración pública de la Navidad en Cuba por primera vez desde 1969. Aunque se anunció como una excepción puntual, la prohibición de la Navidad nunca volvió, convirtiéndose en un fruto duradero del viaje papal.

El programa del Papa fue cuidadosamente elaborado para presionar a Castro en materia de libertad religiosa, pero desde su propio marco de referencia.

El Papa Juan Pablo II bendice a pacientes con SIDA y lepra durante su visita al Santuario de San Lázaro en El Rincón, Cuba, en esta foto de archivo del 24 de enero de 1998. (CNS /Arturo Mari, L'Osservatore Romano)

El 24 de enero, el pontífice viajó a una mina de cobre en las afueras de Santiago para coronar a la Virgen de El Cobre, el icono católico más importante de Cuba. La propia madre de Castro, Lina Ruiz, atribuyó a la Virgen haber salvado la vida de su hijo cuando luchaba como guerrillero en la década de 1950, e incluso el más ardiente marxista de los partidarios de Castro recurrió a menudo a la Virgen de El Cobre en momentos de necesidad personal.

Mirando hoy hacia atrás, los resultados del viaje parecen una lección de conformarse con lo posible.

El padre Ariel Suárez, secretario de la Conferencia Episcopal Cubana, insiste en que la visita de Juan Pablo II marcó un punto de inflexión para la Iglesia local.

"Aquellos días memorables dieron un nuevo impulso a la catequesis, al catecumenado de adultos, a la labor social de Cáritas. Se consolidaron las bibliotecas y publicaciones diocesanas, los pueblos y ciudades volvieron a celebrar procesiones regulares, sobre todo en torno a las fiestas. La pastoral familiar y penitenciaria ganó terreno, y las relaciones ecuménicas se profundizaron", declaró recientemente Suárez a la organización caritativa papal Ayuda a la Iglesia Necesitada.

Sin embargo, incluso después del viaje, Castro no cedió en la educación religiosa ni en el acceso a los medios de comunicación, dos puntos clave en la agenda de los líderes católicos locales. A día de hoy, el régimen cubano continúa con la vigilancia, el acoso a líderes religiosos y laicos, el exilio forzoso, las multas y el maltrato a los presos de conciencia religiosos. El pasado mes de septiembre, las autoridades expulsaron al padre David Pantaleón, superior local de los jesuitas, por no controlar las críticas de los jesuitas al gobierno.

Al final, es posible que la odisea cubana de Juan Pablo II no haya logrado el cambio radical que esperaba, ni en el clima interno del país ni en la posición de Cuba en el mundo. (Después de todo, la prohibición del comercio con Cuba sigue siendo el embargo más largo de la historia). Sin embargo, el viaje produjo una nueva sensación de posibilidad, ayudó a poner en pie a una Iglesia tambaleante y consolidó la reputación de Juan Pablo II como el principal estadista espiritual del siglo XX.

Por todo ello, Juan Pablo II probablemente estaba dispuesto a no verse eclipsado temporalmente por la sórdida saga de Lewinsky: los escándalos, después de todo, van y vienen, pero la historia es para siempre.