Espero que estén disfrutando estos días de verano.

Para muchas personas, el verano es un período en el que no hay clases y en el que el trabajo disminuye un poco su ritmo; en el que se abren oportunidades para la recreación, la relajación y las vacaciones.

Esto es muy importante porque el ritmo de la vida diaria en Estados Unidos ha llegado a ser el de una actividad ininterrumpida. Cada vez hay más personas que pasan el día trabajando más horas, inclusive las noches y los fines de semana.

Nuestra tecnología, que fue diseñada para “ahorrarnos trabajo”, solo parece propiciar más trabajo, difuminando esas líneas que antes eran claras entre el trabajo y el hogar. Con los teléfonos inteligentes, muchos de nosotros llevamos ahora nuestras “oficinas” en el bolsillo, por lo que siempre somos “localizables”, siempre estamos revisando correos electrónicos, enviando mensajes de texto.

En estos tiempos, incluso el entretenimiento personal toma a menudo la forma de un desplazamiento inquieto de una pantalla a otra; la gente siempre está buscando algo nuevo qué compartir o a lo cual reaccionar.

Recientemente estaba leyendo acerca de cómo las familias se están dando cuenta de que la vida de sus hijos se rige ahora por horarios tan ceñidos —se la pasan corriendo continuamente entre lecciones, deportes y todo tipo de actividades de “enriquecimiento”— que los niños están más estresados y ya no saben cómo estar solos o qué hacer en los “tiempos de inactividad”.

Todos necesitamos hacer una pausa.

Durante mucho tiempo me ha preocupado que nuestras vidas se estén volviendo tan saturadas de cosas, tan “ruidosas” con tantas distracciones, que estemos perdiendo nuestro deseo e incluso nuestra capacidad para el recogimiento y la contemplación, para simplemente estar quietos y en silencio ante la presencia de Dios.

He estado reflexionando mucho sobre esto y les compartiré más sobre el tema en las próximas semanas y meses. Aquí quiero sugerir simplemente que es tiempo de que redescubramos una “mentalidad sabática”.

La mayoría de las personas en la actualidad probablemente no recuerde que en un tiempo existió un día de descanso incorporado dentro de nuestras agitadas semanas. De hecho, durante la mayor parte de la historia de Estados Unidos, las oficinas y las tiendas estaban cerradas los domingos y solo se permitía el trabajo esencial.

Esa práctica tenía sus raíces en el mandamiento bíblico de rememorar el día del Sabbat y santificarlo, una práctica que todavía es conservada por muchos judíos y cristianos, pero que generalmente se olvida en nuestro mundo secular.

El Sabbat nos recuerda que en el plan de Dios para la creación, debe haber un ritmo natural de trabajo y descanso; un tiempo para trabajar y un tiempo para descansar; un tiempo para la conversación y para la actividad; y un tiempo para el silencio y para la oración.

No fuimos creados para entregar nuestra vida al trabajo. Fuimos creados para entregarle nuestra vida a Dios, a nuestros seres queridos y a nuestro prójimo. Una mentalidad sabática puede ayudarnos a mantener el equilibrio y la perspectiva de las cosas.

En una cultura adicta al trabajo, constituye un acto de resistencia espiritual el hecho de desconectarse de las pantallas y los dispositivos, de alejarse algún tiempo de las presiones que nos impulsan a producir.

Santificar el día del Señor significa rehusarnos al “señorío” de la economía de consumo, a la lógica de que trabajar más y tener más nos hace ser más: más seguros, más realizados, más felices. No es así.

El Sabbat es “un día de protesta contra las servidumbres del trabajo y el culto al dinero”, como dice el Catecismo.

Para nosotros, como católicos, el domingo debería ser el primer día de la semana y no el último día de un fin de semana.

Las Escrituras nos dicen que en el primer día de la semana, el Señor resucitó de entre los muertos. Ese domingo por la mañana, la vida venció a la muerte. Y a partir de ese momento, nuestras vidas humanas recibieron nuevas posibilidades: la santidad, la eternidad, la participación en la naturaleza divina.

La Pascua viene ahora todos los domingos y tenemos el mismo privilegio que los primeros discípulos: comer y beber a la mesa con el Señor resucitado, escuchar su palabra con el corazón ardiendo y tener los ojos abiertos para reconocerlo en la fracción del pan.

Jesús dijo, “Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados por la carga y yo les daré alivio”.

Tenemos el deber de rendirle culto a Dios, el mandamiento de servir a Dios y el mandamiento de guardar el sábado van de la mano. Pero más que una obligación, el darle culto a Dios en el Día del Señor es una manera de encontrarnos a nosotros mismos nuevamente, de descubrir para qué fuimos creados.

Al acercarnos a Jesús en la celebración eucarística del domingo, al descansar en Él, recuperamos nuestra verdadera humanidad de criaturas con un cuerpo y un alma, de hijos de Dios cuya vida, obras y relaciones encuentran su sentido al servirlo a Él.

Orígenes, aquel Padre de los principios de la Iglesia, dijo que deberíamos permanecer “siempre en el Día del Señor... siempre celebrando el domingo”.

Que ésa se vuelva nuestra intención, vivir de domingo a domingo, viviendo cada día como el día que hizo el Señor.

Oren por mí esta semana y yo oraré por ustedes. Y que nuestra Santísima Madre María nos acompañe y nos ayude a hacer, de cada día, el Día del Señor. VN