El aborto puede estar al frente en el ciclo informativo, pero no es nada de nuevo.

La respuesta de la Iglesia al aborto tampoco es diferente a la del siglo primero.

El aborto fue, de hecho, la primera injusticia social en ser cuestionada por los cristianos de manera llana, apasionada y sin reservas.

Con el tiempo, los creyentes se opondrían de igual modo a la esclavitud, a la pena capital y a otras instituciones de la sociedad pagana. Pero la condena del aborto fue excepcional por su coherencia y vehemencia desde los comienzos mismos del anuncio del Evangelio.

La enseñanza apostólica

Los defensores modernos del aborto argumentan a veces que ese tema está ausente del Nuevo Testamento. Pero ése no es el caso.

En su Carta a los Gálatas (5, 19-20), San Pablo tal vez se refiere a los medicamentos recetados para inducir el aborto. “Es fácil reconocer lo que proviene de la carne”, dice él: “fornicación, impurezas y desvergüenzas”; y a continuación, en su lista aparece la palabra griega “pharmakeia”.

Reconocemos enseguida esa palabra como la que está en la raíz de términos que usamos en inglés como “farmacia” y “farmacéutico”. En inglés, se traduce a veces como “pociones” o “drogas”, pero también como “brujería” o “magia”. El abanico de posibilidades es real. En la antigüedad no se establecía un claro margen entre la farmacia y la hechicería, y quienes practicaban una de ellas, a menudo practicaban la otra. Cuando Platón usó el término “farmakeia”, lo utilizó para aludir a las drogas abortivas.

El contexto en el que Pablo usa esa palabra sugiere que él está haciendo alusión a ese mismo significado que tiene. Él coloca el término “pharmakeia” inmediatamente después de tres palabras que designan pecados sexuales.

Los términos griegos relacionados a esto (“pharmakeion”, “pharmakeusin”, “pharmakoi”) aparecen también en el Libro del Apocalipsis (9,21, 21,8 y 22,15) y en todos los casos aparecen en listas de actos inmorales, al lado de términos que parecen apuntar a pecados sexuales.

Ésta no es una lectura imaginativa del texto, propuesta por intérpretes cristianos conservadores. Es presentada como un hecho, en la historia académica estándar de la anticoncepción y el aborto, “Eve’s Herbs” (“Las hierbas de Eva”), escrito por el historiador pro-aborto John M. Riddle y publicado por Harvard University Press.

Además, se ve confirmado por la interpretación unánime de los primeros Padres de la Iglesia, desde principios del siglo primero.

La siguiente generación

Considérese el testimonio de la “Didajé”, cuyo texto, según los eruditos modernos, fue compilado entre el año 49 y el 100 d.C.

La “Didajé” presenta la enseñanza moral cristiana, de acuerdo a la regulación sacramental de la Iglesia. El primer renglón de la Didajé sirve de contexto para todo lo que sigue: “Hay dos caminos, el de la vida y el de la muerte, y grande es la diferencia que hay entre estos dos caminos”.

Al principio, su enseñanza moral parece ser una simple recitación de los Diez Mandamientos: “No matarás”. “No cometerás adulterio”. “No robarás”. Pero luego viene una interpolación sorprendente. En medio de los mandamientos  que nos son familiares, la “Didajé” interpela a sus lectores: “No practicarás la hechicería”. “No procurarás el aborto”.

Así, este primer documento cristiano, que se presenta a sí mismo como “La doctrina del Señor dada por los doce apóstoles a los gentiles”, coloca el aborto entre las preocupaciones primordiales de la Iglesia y entre las leyes más fundamentales de Dios.

Para aquellos que transgredieran estas normas, la Iglesia primitiva pedía el arrepentimiento. “Confesarás tus pecados”, dice la “Didajé”, “y no te acercarás a la oración con mala conciencia”. Más adelante, el texto declara la necesidad de una confesión previa de los pecados antes de la Comunión eucarística, “a fin de que su sacrificio sea puro”.

La prohibición del aborto aparece con idéntico lenguaje en la “Epístola de Bernabé”, que fue escrita un poco más tarde, en ese mismo siglo “No matarás a tu hijo en el seno de la madre”. La carta continúa describiendo a quienes abortan como “matadores de sus hijos por el aborto, destructores de la obra de Dios”.

En el “Apocalipsis de Pedro”, un documento apócrifo de la primera parte del siglo siguiente, el autor afirma haber tenido una visión del infierno que incluía a las almas de muchos que habían realizado, buscado y, de alguna manera, “causado” abortos.

Los grandes apologistas

En el siglo II surgió un movimiento conocido como los apologistas, porque ellos ofrecieron una explicación bien fundamentada sobre la fe cristiana. La palabra apologista proviene del griego “apologeisthai”, que significa “hablar en defensa”.

La doctrina cristiana con respecto al aborto era algo que requería explicación y defensa, porque era una cosa que diferenciaba a los cristianos de casi todas las demás culturas y subculturas del planeta. Los paganos romanos, griegos, fenicios y persas no tenían reparos con respecto a esa práctica; y fue tolerada e incluso promovida por Sócrates, Aristóteles, Séneca y muchos otros.

Los cristianos (y los judíos) fueron los únicos en rechazar el aborto. Y eso requería de una explicación.

En 177 d.C., Atenágoras de Atenas le dirigió una respetuosa carta al emperador Marco Aurelio y a su hijo Cómodo. Abordó ahí los conceptos erróneos más frecuentes acerca de su religión y le explicó la creencia cristiana común sobre la santidad de la vida de los no nacidos. Los cristianos, le dijo, “consideran al feto que está en el seno materno como un ser creado y, por lo tanto, como objeto del cuidado de Dios”. Agregó, además, “los que usan drogas para provocar el aborto cometen asesinato y tendrán que rendirle cuentas a Dios por el aborto”.

Otro documento de esa época, la anónima “Carta a Diogneto”, le informa a un funcionario romano que los cristianos “engendran hijos, pero no destruyen a su descendencia”, y este mero hecho los distingue de sus vecinos no cristianos.

Otro contemporáneo más, Minucio Félix, procedente del norte de África, que practicaba la abogacía en Roma, dejó constancia de que: “Hay algunas mujeres que, al beber preparados médicos, extinguen la fuente de ese hombre futuro que hay en sus entrañas y cometen así un parricidio antes de dar a luz. ...Para nosotros [los creyentes] no es lícito ni ver ni oír hablar de homicidios”.

A estas voces se suman muchas otras, pero ninguna tan apasionada e insistente como la de Tertuliano, otro jurista del norte de África, que vivió a finales del siglo II.

Él escribió, en su gran “Apología”: “No podemos destruir ni siquiera al feto en el seno de su madre. ...Impedir un nacimiento es simplemente precipitar un asesinato”.

En otra obra, él dijo en forma poética que quienes provocan el aborto “derraman la sangre del futuro”.

Fue Tertuliano quien primero declaró, de manera explícita, lo que otros sólo sugerían: que la vida humana empieza en la concepción.

Tertuliano conocía la realidad del aborto. En su obra “Sobre el alma”, él da descripciones sorprendentemente gráficas de varios métodos de aborto comúnmente usados, describiendo, a la vez los instrumentos utilizados.

“Entre las herramientas de los cirujanos hay determinado instrumento, que está conformado de un marco flexible bien ajustado para abrir el útero, en primer lugar, y mantenerlo abierto; está, además, provisto de una cuchilla anular, por medio de la cual las extremidades [del niño] son seccionadas dentro del útero con un cuidado ansioso pero inquebrantable; y su extremo más remoto es un gancho sin filo o recubierto, con el que se extrae todo el feto mediante un parto violento.

“Hay también una aguja o punta afilada de cobre, por medio de la cual se provoca concretamente la muerte durante este robo furtivo de la vida. Por su función de instrumento para el infanticidio la llaman con el nombre de... ‘el exterminador del infante’”.

Comprender y explicar semejantes realidades era una tarea difícil pero necesaria para un cristiano como Tertuliano, un creyente inteligente que participaba activamente en la vida pública.

Concilios y disciplina

Sin embargo, no eran solamente los cristianos laicos los que hablaron sobre el aborto. Los obispos también lo hicieron, y con todo el peso de su autoridad.

La jerarquía española se reunió en Elvira en el año 305 para considerar un amplio espectro de asuntos disciplinarios. Los obispos resumieron sus conclusiones en una serie de cánones. Dos de ellos abordaron específicamente el tema del aborto y decretaron que a cualquiera que fuera culpable de ese pecado se le debería negar el acceso a los sacramentos hasta el final de su vida.

Nueve años después, los obispos se reunieron en Ancyra, la capital de Galacia, e invocaron esa “ley antigua” como se dijo en Elvira, pero “suavizaron” la pena, imponiendo sólo 10 años de exclusión de los sacramentos.

Los grandes eclesiásticos de los siglos IV y V —San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo, San Ambrosio—condenaron, todos, el aborto en los términos más enérgicos, así como San Cipriano, San Hipólito y San Clemente lo hicieron antes que ellos. Culparon a quienes realizaban el aborto, o proporcionaban las drogas pertinentes a ello, así como también a quienes buscaban conseguirlo.

Éste nunca fue un problema local ni fue, tampoco una moda pasajera. Siempre existió y sucedía en todas partes.

San Agustín escribió sobre esa práctica en varios lugares. Él no sabía nada de embriología y gran parte de su especulación científica (como también, en su mayoría, la de Aristóteles,) resultó ser errónea. Pero su análisis moral fue inquebrantable. Él expresó claramente en varias obras que el acto de aborto intencional siempre era un pecado grave. En la actualidad, sus argumentos son todavía más fuertes, al verse respaldados por la ciencia moderna.

Después del paganismo

Con el Edicto de Milán, del año 313, el emperador Constantino legalizó la observancia de la religión cristiana. Y, gradualmente, en el siglo siguiente, la doctrina cristiana influyó en el derecho romano. Ya no era legal, por ejemplo, violar o matar a una esclava. Y el aborto y el infanticidio habían quedado abolidos para entonces.

Pero, por supuesto, la práctica nunca desapareció. Como el embarazo fuera del matrimonio era considerado un motivo de vergüenza, las mujeres desesperadas, todavía buscaban el aborto y los practicantes sin escrúpulos seguían ejerciendo el oficio. El asunto siguió abordándose en sermones, manuales disciplinarios y libros penitenciales.

Pero ya no era necesario discutir el asunto. En un mundo cristiano, se sabía que esa práctica era gravemente pecaminosa, al igual que la violación o el asesinato de un esclavo. El hecho de que tales prácticas fueran aprobadas legalmente por la Roma pagana no era un argumento a su favor.

Los principios cristianos que protegían a los no nacidos conducirían posteriormente a otras nociones que hoy damos ya por hecho: la dignidad humana universal, la igualdad humana, los derechos humanos, los derechos de la mujer, los derechos del niño.

Todas éstas son novedades históricas que se han hecho posibles gracias al cristianismo. Lo que les confiere su eficacia es su universalidad, su catolicidad, lo cual es una exigencia del Camino Cristiano. Pero si un grupo de personas puede privar a otro del derecho a la vida, entonces todos los demás principios y todos los derechos y protecciones que generaron, acabarán derrumbándose con el tiempo.

La oposición al aborto es, como todas esas otras cosas buenas, una anomalía histórica. El historiador médico Riddle describe al cristianismo como la ruptura de una “cadena de conocimiento” que había hecho posible y aceptable matar niños con impunidad.

Él tiene, ciertamente razón. La prohibición del aborto fue distintiva del cristianismo primitivo y un punto clave de la identidad cristiana. Para los primeros cristianos —los Padres de la Iglesia, los mártires, los apologistas— esta doctrina sobre el aborto era esencial, no periférica. Por lo tanto, estaba sujeta a la disciplina de la Iglesia.

Lo que a los medios de comunicación les parece ahora una novedad —e incluso también a algunos políticos católicos— es en realidad un argumento en contra del paganismo brutal, ya resuelto hace mucho, mucho tiempo.

Mike Aquilina es autor del libro “Los Padres de la Iglesia”, presentador del podcast “El Camino de los Padres” y editor colaborador de Angelus.