En 2013, se distribuyó gratuitamente en The Tablet —el periódico semanal de la Diócesis de Brooklyn— una imagen impresa de nuestra Santísima Madre. La imagen la representaba envuelta en la bandera estadounidense con un rótulo de fondo que decía “Dios bendiga a Estados Unidos”. Algunos de los lectores acogieron con gusto la imagen. Otros temieron que ésta entremezclara la fe con una propuesta patriótica y política.

Como católicos, estamos simultáneamente “en Cristo” y en el mundo, somos ciudadanos tanto del cielo como de la nación a la que pertenecemos. El modo de compaginar la lealtad a cada uno es un antiguo cuestionamiento que se ha ido planteando continuamente a lo largo de la historia.

Cuando en el año 380 d.C. el cristianismo católico llegó a convertirse finalmente en la religión oficial del Imperio Romano., la Iglesia tuvo que buscar el modo de abordar nuevas relaciones con la autoridad política, con el fin de “darle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. (Marcos 12,17). Tanto los Doctores y los Padres de la Iglesia, como los canonistas, teólogos y concilios de la Iglesia han tratado de definir el modo de responder a estos dos llamados a nuestra lealtad e identidad. Desde que el patriarca Cirilo, de Moscú, ha dado la bendición de su Iglesia al trágico salvajismo que se ha originado a raíz de la invasión rusa a Ucrania, esa cuestión ha pasado desgraciadamente a primer plano.

La teología católica ha reflexionado mucho sobre el papel que tiene el Estado, pero la Iglesia ha prestado una atención mucho menor al tema de la nacionalidad y la identidad nacional. Y necesita esforzarse más por enseñarnos cómo compaginar el amor a la patria, el amor a nuestros semejantes y el amor a Dios.

El cariño natural que sentimos hacia los lugares en los nacimos y donde vivimos, hacia las generaciones anteriores de gente que nos ha precedido y hacia las tradiciones de nuestra patria es, ciertamente, importante. Esos lazos están, con frecuencia, impregnados de emociones profundas y pueden ser orientados para lograr un bien. Pero si esa lealtad toma una mala dirección, puede convertirse en una amenazadora xenofobia o en un nacionalismo agresivo. El Evangelio puede purificar esos impulsos.

Como cristianos católicos, nosotros pertenecemos a una comunidad viva que abarca todo el mundo. Cuando el Papa Benedicto XVI visitó Auschwitz en el año 2006, dijo: “Siempre debemos recordar que somos católicos y que, por eso mismo, nuestra propia nacionalidad se encuentra insertada, relativizada y también cuidadosamente ubicada dentro de la maravillosa unidad de la comunión católica”.

La cuestión práctica es cómo lograr esto. Y creo que la respuesta se encuentra en la Encarnación.

De acuerdo a lo que dice el Concilio de Calcedonia, en la encarnación, la humanidad de Jesús y su divinidad estaban unidas, pero de manera de conservar la distinción entre ambas. El inspirarnos en la Encarnación nos ayuda a compaginar, de una manera sana espiritualmente, nuestro afecto natural por nuestra patria con las exigencias de nuestra fe católica. Esa labor implica conservar la cohesión entre la diversidad cultural y la fraternidad mundial, manteniéndolas dentro de una tensión armoniosa y creativa.

En esa combinación es, sin embargo, más fácil equivocarse que acertar.

Cuando los cristianos identifican demasiado su fe con su país o con su cultura particular, terminan fácilmente con algo menos que la suma de sus partes: con una identidad nacional que usa imágenes y lenguaje religiosos, pero que es sólo superficialmente cristiana. Ésta es una tentación muy común para la gente de fe que también ama su patria. Hay muchos ejemplos de esto, entre ellos, el reclamar el estatus de “nación elegida” e inventar razones aparentemente religiosas para declarar la guerra a nuestros hermanos cristianos, cuando, en el fondo, la verdadera motivación de hacerlo es política.

Cuando suceden semejantes cosas, los cristianos ya no son “levadura en la masa” o “sal de la tierra”. Y entonces el evangelio pierde su eficacia profética.

En la encarnación, Jesús siguió siendo plenamente humano. Y a nosotros, como católicos, no se nos pide que dejemos de lado nuestras inclinaciones naturales, como el amor a la familia o a la patria, pero se nos pide que las relacionemos con la fe. Separar demasiado la fe y la nacionalidad puede conducir a lealtades divididas, en las que la fe llega a ser solamente una cuestión de convicciones privadas y queda alejada de nuestra vida pública y profesional. (Estoy pensando aquí en el apoyo público que los políticos católicos prestan al aborto en tanto que mantienen sus reservas personales al respecto).

Frases patrióticas como “Dios bendiga a Estados Unidos” pueden ser oraciones buenas. Pero sólo si también le pedimos a Dios que bendiga por igual a todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas. (Apocalipsis 7, 9) Después de todo, Dios no tiene favoritos (Romanos 3, 11), sino que ama a todas las personas del mismo modo que una madre ama a todos sus hijos, es decir, por igual, pero de manera diferente.

La enseñanza católica no condena el patriotismo. De hecho, yo afirmaría que el patriotismo es una virtud cristiana, cuando es practicado en su justa medida. Un sentido sano de quiénes somos y de los dones que aportamos a una relación son tanto las condiciones previas, como el producto de un amor interpersonal maduro. Del mismo modo, las naciones que tienen claro a quién y qué representan, fortalecen la verdadera fraternidad internacional y, de igual manera, la solidaridad global práctica nos permite apreciar mejor los dones, culturas, historias y puntos de vista particulares de nuestra nación.

Pero la cruz muestra que el amor verdadero —que incluye el amor a nuestro país y a toda la gente—implica también entrega y sacrificio. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia nos enseña que para que haya buenas relaciones internacionales “se requiere de un equilibrio entre la particularidad y el universalismo, cosa que todas las naciones están llamadas a alcanzar”.

En ese equilibrio, la balanza se inclina siempre a favor del bien común. Nuestra fe católica nos llama a la paz, al respeto y a la solidaridad. Tanto la nación como los individuos somos responsables unos de otros.

El Padre Dorian Llywelyn, SJ, es presidente del Instituto de Estudios Católicos Avanzados, un centro de investigación independiente ubicado en la Universidad del Sur de California.