Read in English

El último castrato, Alessandro Moreschi, elevó su dulce y aguda voz en la Capilla Sixtina durante tres décadas, hasta alrededor de 1913, cuando la calidad de su canto disminuyó debido a la edad. Las grabaciones de sus interpretaciones se encuentran fácilmente en línea. Escucharlas resulta inquietante, al pensar que él fue el último vestigio de una práctica bárbara: la preservación de la inimitable pureza vocal de un niño mediante un procedimiento de esterilización doloroso y peligroso, lo que resultaba en una voz infantil respaldada por los potentes pulmones de un adulto. Los niños elegidos para este destino eran, invariablemente, pobres, con familias dispuestas a sacrificar la salud de sus hijos a cambio de seguridad económica y ascenso social.

Sería fácil (y erróneo) mirar con condescendencia a nuestros antepasados por este trato antiético hacia los niños. Hoy hacemos lo mismo (y peor) a miles de niños y niñas prepuberales cada año en EE.UU., aunque por razones diferentes.

En lo que consideramos tiempos ilustrados, la esterilización de niños, la interrupción de su crecimiento, la extirpación de sus senos y genitales, y su sometimiento a grotescas reconstrucciones quirúrgicas, se han convertido en un negocio floreciente —una rama del complejo industrial de género— con un mercado valorado en unos 4 mil millones de dólares y en rápido crecimiento.

Dañar órganos sexuales sanos y frenar el desarrollo sexual normal ya no se hace para sacar a un niño de la pobreza o producir voces angelicales para la ópera. Ahora se hace para “liberarlos” de las limitaciones de ser hombre o mujer, al servicio de la venenosa idea de que un niño puede estar atrapado en el cuerpo de una niña. Los terribles resultados de intentar corregir lo que no está roto son cargas pesadas sobre los jóvenes que, por contagio social o trastornos mentales, han desarrollado una repulsión hacia sus cuerpos sanos.

Afortunadamente, la marea de este abuso infantil relacionado con el género parece estar cambiando.

En un caso de enorme trascendencia (U.S. v. Skrmetti), la Corte Suprema dictaminó la semana pasada que la ley de Tennessee que prohíbe los bloqueadores de la pubertad y las cirugías mutilantes en menores con disforia de género es constitucional. Este fallo es un gran y bienvenido avance para los 26 estados que ya cuentan con leyes de protección infantil similares, y para otros que podrían contemplar iniciativas semejantes.

Aunque la decisión se basó técnicamente en la cláusula de igualdad de protección de la Constitución —que garantiza que toda persona sea tratada por igual ante la ley—, el caso puso de manifiesto las diferencias irreconciliables entre las posturas enfrentadas.

Los jueces liberales disidentes manifestaron plena fe en las afirmaciones de los activistas de género, quienes aseguran que “la atención afirmativa de género no solo es beneficiosa, sino crucial” para aliviar la ideación suicida en los jóvenes con disforia. El juez Samuel Alito, sin embargo, criticó duramente durante los alegatos orales a la rama investigadora de esta industria por ignorar estudios que muestran que no existen beneficios a largo plazo en la salud mental de los niños sometidos a esterilización y otros procedimientos. Por su parte, el juez Clarence Thomas escribió que “estos tratamientos presentan riesgos que superan sus beneficios para quienes son demasiado jóvenes para consentir plenamente”.

Como siempre, los argumentos basados en estudios y cifras ignoran lo esencial. Si un niño sufre angustia aguda respecto a su cuerpo, ¿tiene sentido someterlo a alteraciones físicas violentas, permanentes, que no puede comprender del todo y que además pueden no aliviar su sufrimiento? ¿No sería mejor un enfoque conservador que contemple apoyo terapéutico, consejería, evaluación de causas profundas y análisis de posibles comorbilidades como el autismo?

Ayuda imaginar un caso concreto. Una niña de 12 años, que pasa demasiado tiempo en TikTok y es alentada por la consejera escolar mal orientada, inicia un proceso de “transición de género”. Al bloquear su pubertad, se detiene su crecimiento y queda infértil de por vida. La administración de testosterona le provoca cambios emocionales extremos. Le extirpan los brotes mamarios, dejando cicatrices en su pecho. Desarrolla calvicie si hay antecedentes familiares. Su voz se vuelve más grave y le crece una ligera barba. Se somete a una faloplastia, donde se extraen músculos de su brazo para crear un falo extraño y no funcional, y sufre muchas complicaciones.

El resultado final es una vida dolorosa en los márgenes sociales, con pocas posibilidades de formar una familia o experimentar aceptación y amor. ¿Quién en su sano juicio podría esperar que en esta situación disminuya la tendencia suicida?

Encuestas recientes indican que alrededor del 60% de los estadounidenses desea proteger a niños y niñas de estos miserables “tratamientos”. Lamentablemente, las organizaciones médicas y psicológicas están ideológicamente capturadas por pequeñas pero ruidosas facciones internas. Por eso, corresponde a los legisladores estatales regular estos ataques hormonales y quirúrgicos contra los niños hasta eliminarlos. Ahora que la Corte Suprema se ha pronunciado a favor de la cordura, tal vez podamos imaginar una ley federal que proteja a todos los niños estadounidenses, ya sea en Tennessee o en California.

Y quizá también podamos imaginar un futuro cercano en el que la idea de castrar a un niño en nombre de una ideología de género sea tan inconcebible como hacerlo para preservar su carrera en la ópera.

author avatar
Grazie Pozo Christie
La Dra. Grazie Pozo Christie ha escrito para USA TODAY, National Review, The Washington Post y The New York Times. Vive con su marido y sus cinco hijos en el área de Miami.