Hace unos años vi un reportaje sobre familias muy, muy numerosas. Las había de diversas nacionalidades, credos, estatus social, y ninguna de ellas bajaba de los 10 hijos. Me llamó mucho la atención una frase que dijo una de las madres mientras doblaba calcetines: “Si quieres tener muchos hijos debes ser muy paciente, si no lo eres es mejor que no los tengas” (no son palabras textuales, pero la idea era esta). Por entonces andaba yo embarazada de mi cuarto y quinto hijo, así que pensé: “Aviados estamos”.
Sé que mi humilde familia de seis hijos no puede compararse con una de 15 o 18, pero voy a tener la gran osadía de contradecir a esa madre que, por otra parte, tiene mi absoluta admiración. No es cierto que para ser padres de muchos hijos (ni de uno siquiera) sea necesario tener paciencia. Es más, uno suele descubrir lo limitada que es su paciencia precisamente cuando empieza a tenerlos y a educarlos. Pero es que tampoco es necesario que te encanten los niños para ser padres de varios hijos, ni es imprescindible tener habilidades especiales para la cocina, ni siquiera (y perdónenme las organizadoras profesionales) ser una Marie Kondo en ciernes, ni mucho menos ser una máquina planificando menús, visitas al médico o actividades extra escolares. Nada de esto es necesario, doy fe (mira que yo intento enmendarme, pero no, planificar menús no es lo mío).
El número de hijos no va unido a las capacidades que uno tenga. No se necesitan condiciones ni atributos especiales. Con ser “sensatamente imperfectos”, como diría Gregorio Luri, es más que suficiente. Ahora bien, nos sentimos incapaces de abrir nuestra vida a la posibilidad de ser padres si falta una única cosa: la esperanza.
Hoy vivimos una crisis de esperanza. Ya lo dice el teólogo José Noriega en un artículo publicado en el libro La grandeza del amor humano (BAC). Él se refiere concretamente al descenso en el número de personas que se casan: Si tantas parejas deciden no dar el “sí, quiero” para siempre no es porque hoy el matrimonio sea más difícil de vivir −explica−, sino que “se debe sobre todo a una falta de esperanza”. Del mismo modo ocurre con la decisión de recibir o no un hijo. El miedo ante mi limitación, ante mi falta de paciencia o ante la ausencia de una suerte de condiciones socioeconómicas concretas solo se supera con la convicción de que “no estamos solos ante el gran desafío de la vida”.
Pero nos cuesta confiar más en Dios que en nuestras propias fuerzas y capacidades. Nos han dicho tantas veces eso de que “si quieres, puedes” o lo de “cree en ti mismo”, que nos hemos convencido de que tenemos en nuestro poder la llave de nuestra felicidad plena. El sacerdote Jacques Philippe explica que si no hemos experimentado la fidelidad de Dios en nuestra vida, difícilmente vamos a confiar y abandonarnos a Su Providencia. Pero añade: “Es importante saber una cosa: sólo experimentamos el apoyo de Dios si le dejamos el espacio necesario para que pueda manifestarse” (La paz interior, Rialp). “Mientras el paracaidista no salte al vacío, no podrá comprobar que le sostienen las cuerdas, pues el paracaídas aún no ha tenido la posibilidad de abrirse. Es preciso saltar primero, y solo entonces se sentirá sostenido”, señala Philippe.
“Muchos no creen en la Providencia porque nunca la han experimentado, pero no la han experimentado porque nunca han dado el salto en el vacío, el salto de la fe, y no le dejan la posibilidad de intervenir: lo calculan todo, lo prevén todo, tratan de resolverlo todo por sus propios medios en lugar de contar con Dios”, recalca Philippe.
Recibir un hijo es de algún modo dar un salto al vacío. Todo lo que viene después se escapa a nuestra previsión, a nuestros planes y, por supuesto, a nuestras fuerzas. Podemos empeñarnos en tenerlo todo controlado, en armarnos de paciencia con la disciplina positiva o en tener una economía holgada (hoy, vale, ¿pero y mañana?), sin embargo una vida humana no es un ordenador que puedas formatear cuando empieza a “darte problemas”.
Recibir un hijo es un salto al vacío, pero con paracaídas. Porque, como se suele decir, Dios no elige a los capaces, sino que capacita a aquellos a los que elige. Estar dispuestos a recibir los hijos como un don es abrir nuestra vida a la esperanza. Es sostener que la vida merece ser vivida, que la tierra es una creación maravillosa para ser habitada, que hay salvación para el ser humano y que no todo está perdido, sino más bien al contrario: que el mal(igno) ya está definitivamente vencido. Hay esperanza. Y esta tiene nombre, Jesucristo, y no nos deja solos ante el gran desafío de nuestra vida.