Cuando la pandemia de coronavirus (COVID-19) acababa de llegar a Los Ángeles a principios de este año, Kim Hernández se ofreció para servir en primera línea. Ella, una enfermera de 30 años diplomada en el Centro Médico Ronald Reagan de UCLA, se ofreció como voluntaria para formar parte del equipo COVID-19 del hospital y se convirtió en enfermera administradora de casos para los pacientes que se habían recuperado y se disponían a volver a casa.

Una de las partes más difíciles del trabajo, dice, fueron todas las incógnitas que rodean a esta enfermedad: cómo prevenirla, cómo tratarla, quién sobrevive y quién no, y no tener respuestas fáciles para esas familias asustadas cuyos seres queridos habían sido hospitalizados.

A pesar de los riesgos para ella y para su propia familia, Hernández, que nació en las Filipinas y emigró a Estados Unidos hace nueve años, dice que para ella era fundamental hacer todo lo posible por los pacientes vulnerables a medida que los números de casos de COVID-19 empezaron a aumentar.

“La naturaleza misma de nuestra profesión, el ser enfermera, implica que para nosotros es una obligación moral y social intervenir y ayudar a la gente que realmente lo necesita en este tiempo”, dice Hernández, que también es feligresa de la iglesia de San Juan Bautista de La Salle, en Granada Hills.Entonces Hernández contrajo el COVID-19.

Kim Hernández (cuarta a partir de la izquierda) con su esposo Chris y familiares, en el bautizo de su hija, Chloe, en Santa Catalina de Siena, en Reseda. Kim, Chris y su cuñado Anthony (extrema derecha) son enfermeros. (Foto enviada)

En ese tiempo, vivían en su hogar seis adultos: Hernández, su esposo, su suegra y su suegro y dos cuñados, además de su hija, que es aún un bebé. Tres de ellos son enfermeros. Los seis se enfermaron de COVID-19.

Ella dice que no saben quién fue el primero en ser infectado por el virus y en traerlo a casa y probablemente nunca lo sabrán. Pero con tres enfermeros en la familia, entendían que su riesgo de contraer la enfermedad siempre iba a ser alto. Una vez que experimentaron síntomas, los seis adultos se aislaron por separado durante un mes.

Pero ella dice que el enfermarse sólo la ayudó a convertirse en una mejor enfermera.

“Ahora que yo misma he experimentado la enfermedad, sé cómo se sienten las familias cuando los miembros de su familia están en el hospital y ellos no saben cuándo van a regresar éstos a casa o si van a mejorar”, dice. “Siento que estoy en una posición perfecta para poder ayudar a las personas, no sólo porque puedo hacerlo, sino porque he recorrido ese camino”.

Hernández se encuentra entre las decenas de miles de enfermeras filipinas que están trabajando a la vanguardia en la lucha contra la pandemia de coronavirus en California. Según una encuesta del año 2016 realizada por la Junta de Enfermería Registrada de California, aproximadamente el 18% de los enfermeros del estado son filipinos, una proporción que probablemente es aún mayor en el área metropolitana de Los Ángeles, que alberga a la mayor población filipina de Estados Unidos, la mayoría de los cuales son católicos.

Una voluntaria del ministerio de salud toma temperaturas antes de la Misa en la iglesia de Sta. Kateri Tekawitha, en Santa Clarita, el 5 de julio (John McCoy)

Esta alta concentración de filipinos en el área de enfermería implica que, en medio de la pandemia, la comunidad filipina no solamente está sirviendo de manera desproporcionada en primera línea, sino también que también corre un riesgo desproporcionado de contraer el virus y transmitirlo a sus familias.

“Hay una gran pena y también un gran respeto por nuestras enfermeras filipino-americanas que están en primera línea y que realmente sacrifican sus vidas y su bienestar, así como el bienestar de sus propias familias, para cuidarnos”, dice Catherine Ceniza Choy, profesora de Estudios de la diáspora asiática americana y asiática en la Universidad de California, Berkeley.

La razón por la cual California tiene tantos enfermeros filipinos actualmente se remonta más de un siglo atrás, al tiempo de la colonización estadounidense de Filipinas de 1898 a 1946, dice Choy, también autora de “Imperio del cuidado: Enfermería y migración en la historia filipina estadounidense”.

Durante este tiempo, el régimen colonial creó programas de capacitación hospitalaria americanizados para formar enfermeros filipinos en un sistema educativo inspirado en el que se encuentra en Estados Unidos.

Aunque Estados Unidos no diseñó este sistema con la intención de hacer que estos enfermeros volvieran allá a trabajar, eso es lo que terminó sucediendo, dice Choy. Una mayor necesidad de servicios de enfermería, gracias a la introducción de Medicare y Medicaid, así como a los movimientos sociales que permiten que las mujeres ejerzan profesiones fuera de la enfermería, llevó a una escasez de enfermeras en todo Estados Unidos, dice ella.

Esto, en combinación con la reforma migratoria de 1965, que abrió el país a gente de países no europeos, hizo que muchos hospitales de Estados Unidos empezaran a recurrir a Filipinas en busca de enfermeros y otros trabajadores de la salud, que estuvieran especialmente bien preparados para ingresar directamente a la fuerza laboral estadounidense, dice Choy.

En las décadas posteriores, la necesidad de enfermeras capacitadas en el extranjero no ha desaparecido, por lo que los hospitales de Estados Unidos han seguido reclutando enfermeras de Filipinas. Además, muchos miembros de la segunda y tercera generación han seguido tras las huellas de sus familiares, por el camino de la enfermería, dice Choy, puesto que ésta es considerada como una profesión noble y un camino hacia la movilidad socioeconómica.

“Se está creando una dependencia de los trabajadores inmigrantes entrenados en el extranjero para la atención médica de primera línea contra el COVID-19 actualmente”, dice Choy. “Hay una historia detrás de lo que estamos viendo, y lo que estamos viendo con respecto al impacto desproporcionado de COVID-19 en la comunidad filipinoamericana es el resultado de esa historia, así como también de los acontecimientos actuales”.

Para muchas enfermeras filipinas, la lucha contra la pandemia ha sido una experiencia desgarradora.

Melanie LaMadrid, enfermera de la unidad de cuidados intensivos del Centro Médico Providence Holy Cross, de Mission Hills, dice que la gravedad causada por el COVID-19 es diferente a todo lo que ha visto en los más de 20 años que ha trabajado como enfermera. Los pacientes suelen acudir al hospital cuando tienen problemas para respirar y el personal del hospital les administra oxígeno durante el mayor tiempo posible.

Cuando eso no es suficiente, se le transfieren a ella, en la UCI y les son aplicados respiradores. Al llegar a ese punto, sólo la mitad sobrevive, dice. Incluso aquellos que logran salir adelante tienen que recorrer un largo camino para llegar a la recuperación y con frecuencia tienen que aprender a caminar y a comer nuevamente, dice.

Pero la parte más difícil como enfermera, dice, es ver el aislamiento que experimentan estos pacientes. El hospital no permite visitas y los trabajadores de la salud están cubiertos con equipos de protección personal, lo cual dificulta que puedan confortar y comunicarse con los pacientes.


Melanie LaMadrid es enfermera en el Centro Médico Providence Holy Cross, en Mission Hills. (Foto enviada)

“Simplemente están ahí, luchando solos”, dice LaMadrid. “Nosotros estamos ahí tomándolos de la mano, estamos tratando de permanecer con ellos”. Ellos tienen miedo, no quieren quedarse solos. Tenemos que mostrarles de alguna manera nuestra empatía y hacerles ver que nos importan, que estamos aquí para apoyarlos y que estamos tratando de que mejoren; lo cual es difícil de transmitir solamente a través de nuestros ojos. Cuando estoy sonriendo, ellos no pueden verme sonreír, no pueden ver cuando me preocupo por ellos”.

LaMadrid también contrajo el COVID-19 y ha estado en cuarentena en su casa desde principios de junio. Aunque sus síntomas han sido leves, dice que fue aterrador preguntarse si su condición podría empeorar y cuándo lo haría. Ahora que se ha recuperado casi del todo, LaMadrid, feligresa de la Iglesia Sta. Kateri Tekakwitha, en Santa Clarita, dice que quiere donar sangre para que sus anticuerpos puedan usarse para tratar a otros pacientes con COVID-19.

La pandemia también ha cobrado un precio emocional en muchas enfermeras. Vangie Libatique, una enfermera veterana de 20 años, que trabaja en la UCI en un hospital de Woodland Hills, dice que parte de su trabajo ahora es alentar a otros trabajadores de la salud a mantenerse fuertes a pesar del miedo que experimentan.

“Tengo enfermeras, cambiándose en el vestuario y llorando”, dice Libatique, feligresa de la Iglesia de Santa Catalina de Siena, en Reseda.
“Están llorando porque aman a su familia y tienen mucho miedo”. Yo también tengo mucho miedo, pero también no tengo miedo porque sé que Dios está conmigo. Sigo alentando a mis compañeros de trabajo, los abrazo y les digo que esto pasará. Me doy cuenta de que tener fe es algo muy importante porque te ofrece una herramienta no sólo para hacer tu trabajo de enfermera, sino también para fortalecer a otras enfermeras que lo necesitan”.

Dice que, en casa, ella y su familia cantan y tocan instrumentos musicales para ayudarse a sobrellevar el estrés de la pandemia. También rezan el rosario juntos por la noche.

Libatique dijo que ella no se ha contagiado de COVID-19, pero algunos de sus familiares —hay 10 enfermeros entre sus parientes— se enfermaron y transmitieron el virus a sus hogares. Cuando la pandemia atacó por primera vez, ella reflexionó sobre qué es lo que debía hacer: protegerse a sí misma y a su familia, quedándose en casa, o seguir trabajando.

Pero mientras oraba al respecto, dice que recordó que la enfermería no es sólo un trabajo para sí misma, sino que se ha convertido en un llamado para ella. Y los filipinos, señala, tienden a sacar un tipo especial de fuerza en momentos como éste.

“La resistencia de los filipinos nos ayuda mucho en el campo de la medicina”, señala. “Somos trabajadores empeñosos. Somos personas dedicadas Y nos encanta ayudar. Es algo que está en nuestra naturaleza”.

Incluso fuera de los hospitales, muchas enfermeras filipinas están trabajando para cuidar a sus comunidades.

Cuando la iglesia de Sta. Kateri volvió a abrirse a fines de mayo, Cielly Unite-Pagador, una enfermera jubilada y miembro del consejo pastoral de la iglesia, coordinó a enfermeras y a personal médico de la parroquia para llevar a cabo verificaciones de salud antes de la Misa.

La enfermera jubilada Cielly Unite-Pagador (segunda a partir de la izquierda) con otros voluntarios del ministerio de salud antes de la Misa en la iglesia de Sta. Kateri Tekawitha, en Santa Clarita, el 5 de julio (John McCoy).

Ahora, las enfermeras controlan la temperatura, proporcionan desinfectante para las manos y realizan breves entrevistas conforme las personas van entrando a la iglesia. Una vez adentro, sólo se permite que haya tres fieles sentados en cada banca —o una familia—, alternando una banca vacía y otra ocupada, y la capacidad del edificio se ha reducido de 1,400 a 100 personas.

Desde la reapertura, Unite-Pagador dice que los papeles que desempeñan las enfermeras han evolucionado. Ahora también se ponen a disposición de los feligreses después de la Misa para que éstos puedan hacerles preguntas sobre el COVID-19 y puedan obtener consejos de salud sobre cualquier otra área que les inquiete.

Mientras tanto, Hernández, la enfermera de UCLA, dice que su familia todavía está luchando contra el COVID-19.

Ella, su esposo, su suegro y sus dos cuñados ya se han recuperado y su pequeña hija nunca se enfermó. Pero su suegra ha recorrido un camino más difícil. Fue hospitalizada y los médicos han advertido repetidamente a la familia que podría no llegar a sobrevivir.

Cuando estuvo en el hospital, el resto de la familia no podía visitarla y ni siquiera podían acompañarse mutuamente en su aflicción, ya que ellos también se estaban recuperando y guardando cuarentena por separado.

Para mantenerse conectados emocional y espiritualmente, la familia organizó reuniones diarias en Zoom para rezar juntos el rosario. Hernández también reunió a su propio lado de la familia en Zoom para rezar diariamente un rosario por su suegra y por todos las demás personas enfermas.

“Lloraba yo sin parar y, con toda honestidad, muchas veces me di por vencida”, dice Hernández. “Como soy enfermera, sé qué esperar. Sé que, si un organismo reacciona de este modo, se espera esto”.

A pesar de lo que dijeron los médicos, la suegra de Hernández sobrevivió. Todavía no se ha recuperado completamente y permanece en la UCI, pero Hernández se siente optimista sobre su condición.

Esta experiencia no ha hecho sino fortalecer la determinación de Hernández de continuar prestando sus servicios como enfermera.
“Ahora, más que nunca, todos estamos motivados para ayudar a las personas a través de nuestra profesión como una forma de devolverle al Señor la gracia que él nos dio”, afirma.

Una familia asiste a misa en la Iglesia de Santa Kateri Tekawitha en Santa Clarita el 5 de julio. (John McCoy)