El año pasado, por esta época, estaba yo realizando los últimos trámites y despidiéndome de toda la gente en la iglesia de St. Mary Magdalen, de Camarillo, la parroquia a la que fui asignado a partir de mi ordenación sacerdotal, en 2019. El Arzobispo José H. Gómez me había llamado a proseguir mi formación, haciendo estudios en teología dogmática, en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, en Roma. Mi misión sería sencilla: ser como una esponja. Absorber la mayor cantidad posible de verdad, bondad y belleza de la Ciudad Eterna y regresar luego a casa para compartir esto con los demás.
Al recordar ahora este primer año, me vienen a la mente dos sentimientos. Por una parte, una inmensa gratitud por los muchos dones que se me han otorgado, como la capacidad de orar y estudiar en esta hermosa ciudad con sus iglesias, sus museos de arte, sus parques y su cultura; y, por otra, una cierta sensación de tristeza, por todo el sufrimiento, la falta de perdón y la división que existen en el mundo de hoy.
Y, sin embargo, hay una cosa —la más importante de todas— que aprendí este año en la escuela y que me ha ayudado a entender tanto la gratitud como el dolor.
La creación es buena.
A veces, cuando escuchamos la palabra “creación”, pensamos en salir a la naturaleza y mirar todos esos hermosos árboles y montañas que hay. Esto tiene sentido, pero la palabra creación tiene un significado mucho más profundo en el contexto de la teología.
En pocas palabras: todo lo que existe fuera de Dios es “la” creación. La Iglesia Católica tiene muchas cosas profundas qué decir al respecto, como, por ejemplo, que Dios crea “ex nihilo” (“de la nada”), revelando así que él es todopoderoso y capaz de recrear nuestro ser interior. También está esa verdad sobre la providencia de Dios: la de que él está siempre presente con nosotros.
Pero la bondad de la creación es un aspecto que puede parecer pequeño y obvio, pero es realmente un asunto muy importante, que a menudo olvidamos.
Algunos piensan que, como resultado de una batalla primordial entre la luz y las tinieblas, el bien y el mal quedaron moldeados igualmente dentro de la estructura de la creación (la idea más común sobre esto es la es la del yin y el yang). Otros, malinterpretando la relación entre creación y evolución, afirman que el mal moral es realmente algo bueno porque conduce al progreso. Otros más piensan que la creación es francamente opresiva, como una jaula, y que, por tanto, es algo de lo que se debe escapar o que se debe cambiar de acuerdo con nuestros deseos egoístas.
Nada podía estar más lejos de la verdad. Dios es bueno (sí, lo es todo el tiempo) y la creación participa de la bondad de Dios. En el Génesis leemos: “Vio Dios todo lo que había hecho, y lo encontró muy bueno” (1, 31). El Papa San Juan Pablo II nos ayuda a profundizar más sobre esto. Él dice: “La creación del mundo es una obra de amor”. ¡Fantástico! ¡Gracias Dios mío!
Comprender y creer esto ayuda a explicar ese sentimiento de gratitud. Pero, ¿y la tristeza? Dado que el plan original del Padre para la creación incluía el amor, y puesto que éste requiere de la libertad, los humanos fuimos creados con ella. Pero nosotros hicimos un uso indebido de la libertad y echamos por la borda el plan de Dios. Bueno, primero lo hicieron los ángeles, y después nosotros, pero el punto importante es que el mal no provino de Dios sino de nosotros mismos.
La enseñanza de la Iglesia sobre la bondad de la creación nos ayuda a ver con más claridad cuál es el origen del mal, y nos lleva a sacar conclusiones importantes y relevantes sobre esto para nuestra vida diaria.
En primer lugar, en vez de culpar a todo y a todos por la maldad que hay en este mundo, sería mejor que nos miráramos primero a nosotros mismos. El hecho de que el pecado haya entrado al mundo a través de nuestra desobediencia no significa que tenga las cosas tengan que seguir así. Podemos decidir ahora mismo que los patrones pecaminosos de conducta terminarán en nosotros.
En segundo lugar, dado que el mal no formaba parte del plan original de Dios para la creación, nunca lo celebremos. A veces, podemos sentirnos tentados de exaltar nuestros traumas o sufrimientos pasados, especialmente porque eso nos puede ofrecer autoridad moral o un lugar destacado a la vista de todos. Aunque hacemos bien en llevar valientemente nuestras heridas ante la luz sanadora de Cristo, no las adoramos. Somos hijas e hijos amados del Padre y celebramos sólo lo bueno que proviene de su mano sanadora.
En tercer lugar, en vez de mirar toda la maldad de la sociedad y decir: “¡No hay esperanza! Destruyámoslo todo y comencemos nuevamente”, deberíamos recordar que Dios no se decepcionó de nosotros, y nosotros tampoco deberíamos de perder la esperanza unos con respecto a los otros. Nuestra esperanza está puesta en Jesús, y si nos volvemos a él con un corazón sincero, podemos ser perdonados y perdonar a aquellos que nos hieren.
En Cristo, y gracias a su sufrimiento, nosotros podemos sentirnos agradecidos, independientemente de lo que suceda en el mundo que nos rodea. Y nada expresa esto mejor que la Eucaristía.
En vez de pasar nuestro tiempo mirando las pantallas en las cuales los expertos en medios de comunicación explotan comercialmente nuestra atención, despiertan nuestra ira y promueven la división, podemos pasar tiempo con Nuestro Señor en la Eucaristía, en donde Jesús nos presta su atención, despierta nuestro amor y nos ofrece la reconciliación.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que “La creación está hecha con miras al Sabbat y, por tanto, al culto y a la adoración de Dios.” (347). Que nuestra Santísima Madre nos ayude a descansar con su Hijo Jesús, que consume los males de este mundo y nos une con toda la creación en el himno único de alabanza y acción de gracias al Padre.
El Padre Brian Humphrey es un sacerdote de la Arquidiócesis de Los Ángeles que actualmente estudia teología dogmática en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz en Roma.