Espero que todos ustedes hayan tenido una Pascua santa y feliz, compartiendo la alegría de la Resurrección con sus seres queridos.
En esta Pascua, y ahora que estamos celebrando el Año Jubilar de la Esperanza decretado por el Papa Francisco, he estado reflexionando acerca de la virtud de la esperanza.
He estado reflexionando tanto en el significado de la esperanza y como en aquello en lo que tenemos puesta nuestra esperanza.
Aunque cada persona es diferente, parece que ciertas cosas que esperamos las tenemos en común con los demás.
Todos deseamos tener amor y felicidad en nuestras vidas y en nuestras familias, y anhelamos un trabajo para mantenerlas; tenemos también puesta nuestra esperanza en el hecho de que nuestros seres queridos se vean protegidos del mal.
Esperamos también que nuestros hijos crezcan conociendo y amando a Jesús y que encuentren el amor y la felicidad en sus vidas. Aspiramos a que nuestros parientes de edad avanzada envejezcan decorosamente y con buena salud, y que una vez llegado el momento, lleguen a tener una muerte santa y vayan luego al cielo.
Anhelamos que haya paz en el mundo, en nuestros vecindarios y en nuestras comunidades.
Estas esperanzas constituyen la esencia de las oraciones, preocupaciones y sueños cotidianos de la gente. Y para hacerlas realidad, con frecuencia se hacen sacrificios y se pospone la satisfacción de las necesidades y los deseos inmediatos.
Pero estas esperanzas cotidianas no son suficientes. Nuestros corazones necesitan una esperanza de mayor magnitud: necesitamos a Dios.
La esperanza más importante que compartimos todos es la de cerciorarnos de que nuestra vida es importante, de que tiene trascendencia, de que existe un motivo y un propósito para nuestra vida, y de que nuestros sufrimientos y dificultades no son vanos.
Todos deseamos alcanzar un amor puro y verdadero, un amor que trascienda esta vida mortal, un amor que dure para siempre. Y tenemos puesta nuestra esperanza en el hecho de que la muerte no sea el final, de que esta vida terrenal no sea lo único que existe.
Éstas son esperanzas que pueden encontrarse en todos los corazones humanos, de todo tiempo y lugar.
Y la Pascua es la respuesta de Dios a todo eso que anhelamos.
En Jesús, el Dios vivo se revela en carne humana, viene a mostrarnos su rostro y a abrir su corazón para nosotros.
Jesús nos revela que somos amados y que nuestras vidas tienen un propósito dentro del plan de Dios.
Él traza un camino para nosotros y nos promete que, si lo recorremos con Él, si vivimos según sus enseñanzas y su ejemplo, encontraremos la felicidad y el amor en esta vida y viviremos para siempre con Él en su reino, ¡rodeados de un amor que no tendrá fin!
Ésta es la maravillosa esperanza que tenemos como católicos. Es una esperanza que nace de la sangre que Jesús derramó por nosotros en la cruz.
Este Año de la Esperanza nos invita, una vez más, a que cimentemos nuestras vidas sobre el fundamento sólido de la esperanza que tenemos puesta en Jesús: sobre la esperanza de obtener la salvación, la gloria y la vida eterna.
Gracias a esta esperanza sabemos que este mundo no es nuestro hogar, que solamente estamos aquí, de paso hacia una patria mejor, hacia la patria celestial.
Por esta esperanza sabemos que, en cualquier cosa que ocurra en nuestras vidas, en cualquier sufrimiento que se nos pida que sobrellevemos, en cualquier valle oscura que se nos llame a recorrer, Jesús nos irá acompañando, dándonos la fuerza que necesitemos para ello.
Tener esperanza implica confiar en el plan de Dios, sin importar hacia donde nos lleve Él. En la enfermedad y en la salud, en la tragedia y en la aflicción, en la alegría y en la prosperidad.
Como decía una santa: “Yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa.”
Nuestra vida es también buena y sabemos que está destinada a la gloria.
Jesús nos amará hasta el final. Y sabemos que cuando nuestra vida terrenal termine, ese Dios, que es Amor, estará esperándonos para acogernos.
Jesús nos dejó el don de la Eucaristía como prenda de la gloria por venir.
Los apóstoles y los primeros Padres de la Iglesia solían llamar a la Eucaristía “remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre”. En este Año de la Esperanza, le pido a Dios que, todos los que formamos parte de la Iglesia, recuperemos precisamente esa conciencia de que, al compartir su Cuerpo y su Sangre, viviremos eternamente, y de que Él nos resucitará en el último día.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y durante esta Pascua del Año de la Esperanza, pidámosle a María Santísima, la Madre de la Esperanza, que ella nos conserve siempre cerca de su Hijo, y que nos ayude a ser conscientes de que Él nos guía hacia esa esperanza que nos espera en el cielo.