Si el Evangelio no es una biografía de Jesús, los Hechos de los Apóstoles no son una colección de biografías de aquellos primeros héroes del cristianismo naciente. De algunos apóstoles apenas sabemos más que el nombre. De Matías sabemos solamente su nombre y su elección. De aquel colegio apostólico que actuó desde Pentecostés, de aquellos doce definitivos, Matías fue el único no elegido por Jesús. Fue el apóstol póstumo de Jesús, incorporado al colegio apostólico cuando Jesús estaba ya en el cielo.

Y es un apóstol al que se cita siempre en segundo lugar, puesto humilde que se puede comprobar sin más que abrir el misal romano por el canon. Al principio del mismo, en la oración de comunión con los santos, se nombra uno por uno a los apóstoles, pero en esa lista falta precisamente Matías, aunque se nombra a otros doce santos no apóstoles, y se cita a Pablo juntamente con Pedro, siendo también Pablo apóstol posterior, que no perteneció al grupo de los doce. Si queremos hallar una mención de Matías en el canon, tenemos que buscarlo, como escondido y de incógnito, después de Juan Bautista y Esteban Protomártir, entre una lista de santos y santas. Un título más para que nos acordemos de este trabajador evangélico que, al contrario que otros santos, se vio exaltado en vida y se ve humillado después de su muerte.

Cuando se intenta trazar la semblanza histórica de este apóstol singular, hay que limitarse a lo poco que de él nos dicen los Hechos de los Apóstoles. Y lo poco que nos dicen es contarnos su elección. Ni siquiera lo vuelven a nombrar más. Lo que de él nos dicen escritos posteriores, aunque sean de autores calificados, no ofrece garantías de historicidad. Y las biografías apócrifas se han encargado de rellenar con aventuras de viajes y de milagros ese silencio de los Hechos de los Apóstoles.

Contentémonos, pues, con abrir por su primera página ese libro de los Hechos. Los discípulos de Jesús, inmediatamente después de la ascensión, regresaron del monte de los Olivos a Jerusalén. Jesús se había despedido de ellos, pero ellos creían que hasta pronto. Tenía que volver para instaurar el reino de Israel. Hacía unos momentos nada más que ellos le habían preguntado si era entonces cuando iba a inaugurar su reinado, y Él se había limitado a aconsejarles que no intentasen averiguar la hora señalada por Dios. Jesús no les había dicho que fuese a tardar mucho en volver, y dos mensajeros celestiales les habían asegurado que, así como lo habían visto subir al cielo, así lo verían bajar otra vez.

Con esta mentalidad, encendida de esperanza, regresaron los discípulos a la ciudad. Pronto llegaron, pues el monte de los Olivos no está lejos. Y cuando entraron en la capital del judaísmo se dirigieron a una casa frecuentada por ellos y se concentraron en su cámara alta. Jesús les había dicho que no se alejasen de Jerusalén, sino que esperasen allí una prodigiosa manifestación del cielo, una efusión maravillosa del Espíritu Santo, que quizá confundieron ellos entonces con el mismo regreso de Jesús, triunfador y glorioso, como príncipe de Israel. Y allí quedaron todos, esperando en viva tensión el acontecimiento. Los apóstoles, once después de la apostasía de Judas Iscariote, y las mujeres galileas que heroicamente habían seguido a Jesús en sus correrías evangélicas. Y los parientes de Jesús, que, por fin y gracias a la resurrección, creían ya en él; y su misma madre, María. Y numerosos discípulos, hasta completar el número de ciento veinte, el número que se exigía a una comunidad para que pudiese tener sinagoga propia,

Qué se hacía en aquella primera concentración de los primeros cristianos, nos lo dice claramente el texto sagrado: Orar. Todos perseveraban unánimes en la oración. Iban a ser los protagonistas de un episodio decisivo para Israel. Dios iba a realizar por fin lo tantas veces anunciado por los profetas. Pero entonces surgió una dificultad en el mismo seno del colegio apostólico. Y a la mente de todos vino un nombre: Judas Iscariote.

Porque Jesús había escogido doce hombres para que fuesen sus enviados especiales, ya lo habían sido por las aldeas galileas, y ahora no eran doce sino once. Judas se había pasado al enemigo. Y los apóstoles tenían que ser doce cuando volviese Jesús. Él les había dicho que, a su regreso glorioso, los doce se sentarían sobre doce tronos para regir las doce tribus de Israel, y ahora faltaba un hombre para un trono. El primer problema con que se enfrentó la Iglesia, apenas desaparecido Jesús, fue buscar un sustituto del apóstata. Dentro de unos cuantos años, cuando muera mártir el apóstol Jacobo, hijo de Zebedeo, no se planteará este problema. Jacobo habrá cumplido hasta el fin su misión de apóstol, y Jesús se encargará de resucitarlo cuando regrese. Pero Judas no ha cumplido su misión, y hace falta un hombre que ocupe su puesto y la cumpla fielmente.

Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen la primera alocución pontificia del primer Papa. Pedro, que siempre fue el portavoz del pensamiento de los demás apóstoles, se levantó en medio de la comunidad y dijo:

—Hermanos, era necesario se cumpliese la Escritura, lo que el Espíritu Santo, por boca de David, había predicho de Judas, que habiéndose contado entre nosotros y habiendo tenido parte en nuestra misión, se hizo guía de los que prendieron a Jesús.

Pedro, al hablar de Judas con tanta delicadeza, parece tener presente la advertencia de Jesús: «No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados». Pedro no llama a Judas ladrón ni traidor, no lo llama deicida ni suicida, no dice que Satanás se había apoderado de él. Y, sin embargo, Judas era el hombre a quien Pedro podía odiar más, y Pedro era impetuoso como pocos. Pero Jesús había enseñado la caridad fraterna que se extiende a todos, como la misericordia divina, lo mismo a los amigos que a los enemigos, y Pedro, viviendo esa doctrina del Evangelio, dijo solamente que «Judas se hizo guía de los que prendieron a Jesús».

Pero no necesitaba contar a su auditorio el desgraciado final de Judas y se abstuvo de hacer el menor comentario, ni a título de ejemplaridad y escarmiento. Pero el autor de esta página de los Hechos, que escribe años después para quienes quizá no recuerden lo que sucedió, añade, como intercalando un paréntesis en las palabras de Pedro, que Judas había adquirido un campo con el precio de su crimen, y, habiendo caído de cabeza, reventó por medio y todas sus entrañas se esparcieron. Y añade el escritor que el hecho fue conocido de todos los habitantes de Jerusalén, de manera que el campo se llamó en su lengua Jakal-Dema, es decir, Campo de Sangre, haciendo esta traducción para los lectores de lengua griega.

El primero de los apóstoles continuó su breve discurso diciendo:

—En el libro de los Salmos está escrito: «Que su campamento quede desierto y no haya nadie que lo habite». Y también: «Que otro ocupe su cargo».

Estas palabras de Pedro citando el Salterio son versículos de dos salmos, el 69 y el 109 según la numeración hebrea. Aunque Pedro debió hablar entonces en arameo, el escritor no pone estas palabras en labios de Pedro según el texto hebreo, sino según la versión griega, y con ligeras modificaciones para acomodarlas mejor al episodio, según la costumbre que había entonces de citar la Biblia. Los dos salmos pertenecen a la serie de los imprecatorios, maldiciones dirigidas, cuando aún no existía la caridad cristiana, contra los enemigos del rey David. Interpretando esos versículos como profecías, la primera se ha cumplido ya con la muerte de Judas. Es necesario que la segunda se cumpla también, y para ello hay que proceder al nombramiento del que le haya de sustituir en el colegio apostólico. Y Pedro enuncia las condiciones previas para poder aspirar a ese cargo de apóstol de Jesús. El discurso prosigue así:

—Es menester que de todos estos hombres que se han asociado a nosotros durante todo el tiempo que con nosotros vivió el Señor Jesús —a partir del bautismo por Juan hasta el día en que fue separado de nosotros—, haya uno que llegue a ser, juntamente con nosotros, testigo de su resurrección.

Para ser apóstol, dice Pedro, hace falta haber acompañado a Jesús durante toda su vida pública, desde el bautismo hasta la ascensión. No basta haberlo seguido en una larga serie de jornadas evangélicas, ni haber vivido algún tiempo en intimidad con Él, ni haber sido enviado por Él a predicar, ni siquiera haberlo visto resucitado. Un apóstol es un testigo de Jesús, y hace falta haberle acompañado durante toda su predicación para poder atestiguar sobre toda su doctrina, como hace falta haberlo visto resucitado después de la crucifixión para poder ser testigo de la legación divina de Jesús.

Puestas las condiciones, en aquel centenar de personas se encontraron dos hombres que parecían con iguales méritos para aspirar al apostolado. Uno era José Bar-Schabba, llamado Justos —sobrenombre que se suele traducir equivocadamente por «el justo»—, y el otro era Matatías, o, abreviadamente, Matías. Como el llamamiento al apostolado no es cosa de hombres sino de Dios, Dios tendría que elegir entre aquellos dos discípulos que parecían iguales en méritos. Y aquella incipiente comunidad cristiana oró confiadamente: «Tú, Señor, que conoces el corazón de todos los hombres, muéstranos a cuál de estos dos has elegido para ocupar en el ministerio del apostolado el puesto que ha dejado Judas al ir a su lagar». En esta primera súplica de la Iglesia hay una nueva muestra de la delicadeza y caridad que hemos visto ya en Pedro. La expresión «ir a su lugar» no significa la condenación del criminal: es una expresión acostumbrada, eufemismo arameo, para decir simplemente que un hombre murió.

Para conocer la voluntad divina, sin exigir de Dios una aparición ni una revelación —aun tratándose de algo tan importante para toda la naciente Iglesia de Jesús—, decidieron echar suertes. Es algo que hoy nos puede extrañar, pero que entonces se acostumbraba. Se apelaba a las suertes para decidirse entre dos soluciones aparentemente equivalentes, y en la providencia ordinaria de Dios, que decidía la suerte, se veía la voluntad de Dios. Aquello no era fiarse de una casualidad física, sino confiarse a la causalidad divina. Cada semana, en el templo de Jerusalén, los sacerdotes echaban suertes para repartirse los oficios. Y el último caso que registra la Biblia de una elección religiosa señalada por la suerte, es esta designación de Matías como apóstol de Jesús, con idéntica categoría que los otros once. «Y la suerte señaló a Matías, y fue uno de los doce apóstoles.»

Así termina, en el libro de los Hechos, la historia de San Matías. Nada más se vuelve a saber de él en particular. Con esta sencillez aparece y desaparece en la documentación histórica este apóstol póstumo, puesto siempre en segundo lugar, que ni el canon cita entre los apóstoles ni tiene en el martirologio un día fijo para su fiesta.

De la literatura apócrifa que pretende narrarnos su vida, citemos solamente una frase, puesta en sus labios, que merece salvarse por su positivo sabor evangélico. Dice así: «Si peca el vecino de un elegido, pecó también el elegido, porque si éste se hubiera portado según aconseja el Verbo, el vecino se hubiera avergonzado también de su propia vida, y así no hubiera pecado».