Su pontificado comenzó con las palabras “No tengan miedo”.

El 22 de octubre de 1978, día de la solemne inauguración de su pontificado, el Papa Juan Pablo II miró a la multitud que se encontraba en la Plaza de San Pedro y predicó una apasionada y poética homilía. En su punto culminante, lanzó una serie de desafíos, cada uno subrayado por esas palabras, “No tengan miedo”.

Esa frase tuvo gran impacto y se convirtió en su lema, en su consigna. Y volvió a utilizarla repetidamente, tanto en su predicación como en sus escritos. Cuando visitó los Estados Unidos en 1987, les dijo a los jóvenes de Los Ángeles, que estaban reunidos en el Anfiteatro Universal: “Queridos jóvenes de América, escuchen la voz de Cristo. No tengan miedo. Ábranle sus corazones a él”.

Esas palabras llegaron a cobrar vida propia. Esta no era la intención original del Papa Juan Pablo, y fue algo que lo tomó por sorpresa. En su larga entrevista con Vittorio Messori, en el año 1994, que fue publicada en el libro: “Cruzando el umbral de la esperanza”, él dijo que “no había imaginado plenamente cuán lejos nos llevarían, tanto a mí como a toda la Iglesia. Su significado provino más bien del Espíritu Santo”.
Pero, ¿cuál fue exactamente su significado?

Esas palabras no querían decir que el Papa Juan Pablo era valiente o que esperaba que los demás lo fueran. George Weigel, en su segunda biografía del pontífice —“El fin y el principio”—, hacía la observación de que el Papa Juan Pablo “no vivió sin miedo y menos aún negaba el miedo. Más bien, vivió más allá del miedo y su valor era una expresión... de su fe”.

De hecho, en el transcurso de su vida tuvo que enfrentar lo que son los peores temores de la mayoría de la gente.
Cuando tenía 8 años murió su madre.

Cuando tenía 12 años, su único hermano, Edmund, murió de escarlatina.

Cuando tenía 19 años, su país fue invadido y ocupado por la Alemania nazi.

Cuando tenía 20 años perdió a su padre y se quedó sin familia.

Durante los años del nazismo él perteneció a una Iglesia que fue perseguida. Sus párrocos fueron deportados a los campos de concentración, en donde 11 de ellos perecieron. Durante la guerra y después de ella, el joven participó activamente en actividades clandestinas religiosas y culturales. Formó parte de la resistencia.

Cuando Polonia pasó de la dominación nazi a la soviética, vivió durante varias décadas bajo vigilancia. Como sacerdote y como obispo, él era vulnerable. Los miembros del clero y de la jerarquía a veces “desaparecían”, eran asesinados o llegaban a ser encarcelados por cargos inventados. Otros vieron su reputación destruida por testigos falsos.

Karol Jozef Wojtyla el día de su primera Comunión, el 25 de mayo de 1929, un mes después de la muerte de su madre, Emilia. (Catholic News Service)

El joven Karol Wojtyla conocía el peligro, y conocía también el miedo.

Y desde el momento de su elección, él, como todos los papas anteriores y posteriores a él, experimentó el papado mismo como una ocasión de temor. Como Papa él tenía la responsabilidad de una vasta Iglesia de más de mil millones de miembros, miles de los cuales estaban sufriendo por causa de la fe.

Él asumió la responsabilidad de un clero y de unos laicos que se habían vuelto laxos en la disciplina desde el liberalismo de los años sesenta. Él asumió la tarea de ser un hombre encargado de ser la voz de Jesucristo en la tierra.

Entonces, cuando dijo: “No tengan miedo” –y lo repitió— él no estaba diciendo trivialidades. Más bien, estaba hablando con la autoridad que proviene de la experiencia.

Pocos años antes de ser elegido Papa, él escribió un poema en el que hacía un análisis del miedo. Hablaba ahí del “miedo del cuerpo / y de los temores por ese cuerpo”; y comparaba esos terrores instintivos y corporales con “ese miedo / que no está en contra de la esperanza”.

Sabía que el objetivo a perseguir no era la total falta de miedo. El miedo, de hecho, es esencial para el florecimiento humano. Es necesario para la autoconservación. Una persona que verdaderamente no tuviera miedos estaría loca.

Pero Karol Wojtyla, más tarde el Papa Juan Pablo, pudo controlar sus temores. Y él subordinó todos los temores terrenales al bíblico “temor del Señor”.

Él habló de este fenómeno en una audiencia general ocurrida tan solo tres semanas después de su coronación como Papa, el 15 de noviembre de 1978. Reconoció que la virtud de la fortaleza “siempre exige una cierta superación de la debilidad humana y particularmente del miedo”.
Los seres humanos temen espontáneamente y por naturaleza “el peligro, la aflicción y el sufrimiento”, agregó. Los que son valientes son aquellos que “son capaces de cruzar la llamada barrera del miedo, para dar testimonio de la verdad y de la justicia”.

Dichas personas, dijo, pueden encontrarse en los campos de batalla, pero también en las camas de los hospitales y en los campos de deportación. Los que actúan correctamente a pesar del miedo son “verdaderos héroes”.

Los que quieren ser valientes, dijo, deben ir más allá de sus propios límites y trascenderse a sí mismos, enfrentando riesgos a pesar de las ansiedades y los peligros. “La virtud de la fortaleza va de la mano de la capacidad de sacrificarse”. ... Uno debe ser capaz de “dar la vida” (Juan 15,13) por una causa justa, por la verdad, por la justicia.

El Papa Juan Pablo II es retratado en su cama del hospital Gemelli, en Roma, días después de que el pistolero turco Mehmet Ali Agca le hubiera disparado en la Plaza de San Pedro el 13 de mayo de 1981. La recuperación del Papa se llevó varios meses. (Foto del CNS / L’Osservatore Romano)

Avanzar “más allá del miedo” era algo que estaba, obviamente, muy presente en su mente cuando él empezó su pontificado.
Años más tarde, cuando se le preguntó acerca de la fuente de su valor, él señaló a la Santísima Virgen María. Indicó cómo, tras la muerte de su madre, su padre lo llevó en peregrinación a un santuario mariano cercano. En años posteriores, la pequeña familia hizo otros viajes marianos en momentos importantes de su vida. Fue a María a quien el joven Wojtyla recurrió durante la ocupación nazi y fue nombrado líder de un movimiento juvenil clandestino llamado el “Rosario Viviente”.

Cuando él era joven se interesó por las apariciones marianas y hablaba de ellas como de “una especie de ‘No tengan miedo’ expresado por Cristo a través de los labios de su madre”. Él estaba convencido de que, para Polonia, la victoria vendría “a través de María”.

Cuando empezó su pontificado, pronunciando esas palabras contra el miedo, le dedicó su vida a ella. Tomó como lema la frase en latín “Totus Tuus”, que significa “Todo tuyo” y está dirigida a María.

María era su fuerza. Ella misma había escuchado el mensaje “No tengas miedo”, procedente del ángel Gabriel. Y ella fue más allá del miedo, confiando en que Dios cambiaría la historia.

El Papa Juan Pablo II es visto cerca de una estatua de María y del Niño Jesús durante una visita a Curitiba, Brasil, el 2 de julio de 1980. En la estatua están inscritas las palabras en latín “Totus Tuus” (“Todo tuyo”), el lema del difunto Papa, que reflejaba su devoción a María. (Catholic News Service/Catholic Press Photo)

El Papa Juan Pablo marcaba todas sus actividades diarias con el rosario, deslizando constantemente sus cuentas en lo que iba de un lugar a otro. Recibía a miles de invitados por semana y a cada uno de ellos les entregaba un rosario.

En 1981, en la fiesta de Nuestra Señora de Fátima, un presunto asesino le disparó y lo hirió de gravedad en la Plaza de San Pedro. Más tarde él le dijo a Messori que, incluso entonces, se dio cuenta de que Jesús le estaba diciendo a través de María: “No tengas miedo”.

Los años siguientes trajeron nuevos temores. Fue diagnosticado con la enfermedad de Parkinson, que afecta el sistema nervioso, causando rigidez y temblores. Gradualmente perdió fuerza y control motriz. Su fuerte voz se volvió mal articulada. Las omnipresentes cámaras lo sorprendieron babeando durante sus apariciones públicas.

Pero él se presentaba en ellas de todos modos. Y continuó con su trabajo hasta que ya no pudo hacerlo y entonces murió.
Él nunca careció de temores. Sin embargo, se movió más allá del miedo, por el bien de los demás, de esa multitud incontable que estaba pendiente de él.

Y hasta el final, mientras todos mantenían fija en él la mirada, él siempre dijo: “No tengan miedo”.