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Jesús dijo que la raíz de todos los males es el amor al dinero, no el dinero en sí.
Está claro que no se puede servir a Dios y al dinero. Tenemos que elegir si queremos rendir cuentas a Dios o buscar la aprobación y seguridad del mundo.
También está claro que todos estamos llamados a ser buenos administradores, a compartir lo que tenemos, y a no derrochar el dinero en vicios, formas de anestesia sin sentido o bienes de consumo extravagantes.
Igualmente evidente es que no podemos simplemente desear que el dinero desaparezca, ni evitarlo por completo. De una forma u otra, tenemos la responsabilidad de responder a su presencia en nuestras vidas.
San Francisco de Asís fue llamado a la santa pobreza, y esta —como el martirio— tal vez sea una vocación para unos pocos elegidos. El hermano José Labré, terciario franciscano del siglo XVII que renunció a la riqueza familiar para vivir como mendigo callejero, es un ejemplo. Otra es la hermana Emmanuelle (Madeleine Cinquin), una monja franco-belga conocida como la “recogedora de trapos de El Cairo”.
Otros han intentado evitar el dinero por completo alejándose de la civilización.
Christopher Knight, por ejemplo, desapareció en los bosques de Maine a los 20 años y permaneció allí, sin hablar con nadie, durante 27 años. Michael Finkel relata su historia en The Stranger in the Woods: The Extraordinary Story of the Last True Hermit (Knopf, $18.15).
Pero cuando llegó la necesidad, Knight tuvo que irrumpir en las cabañas de verano de otras personas y robar comida, libros, baterías y ropa, aterrorizando temporalmente a la comunidad.
Hacia rutas salvajes (Into the Wild, Anchor Books, $7.99), el best seller de 1996 de Jon Krakauer, cuenta la historia de Chris McCandless, un joven asceta que donó su dinero universitario a Oxfam, se internó en la naturaleza de Alaska con 10 libras de arroz y un rifle, y fue hallado muerto, probablemente de inanición, tras haber sobrevivido 113 días.
Earth to Earth: A True Story of the Lives and Violent Deaths of a Devon Farming Family de John Cornwall (Quercus Publishing, $30) narra la vida de dos hermanos y una hermana en la Inglaterra rural que aspiraban a gastar la menor cantidad de dinero posible.
Incluso los ermitaños contemplativos viven cerca de un monasterio, de otras personas, de un sagrario.
Pero uno de los hermanos razonaba: “Y si lo peor llegara a pasar... uno podría simplemente operar un sistema de autosuficiencia: tenía tierra, agua, bosques y huertos, una modesta inversión en ganado. Entonces, ¿por qué no simplemente cerrar la tranquera y sobrevivir hasta que llegaran tiempos mejores?”.
Todo contacto social —porque implicaba gastar dinero— fue considerado “improductivo, derrochador y peligroso”.
Los hermanos se aferraron con tanta tenacidad a sus viejas costumbres, acumularon dinero de forma tan patológica, y desarrollaron tal aversión a convivir con otros, que fueron hallados los tres apilados en el patio, muertos a tiros. Uno de los hermanos mató a los otros dos, con quienes había vivido y trabajado toda su vida, y luego se quitó la vida.
Es decir, el dinero puede corromper, pero el esfuerzo por vivir sin dinero puede convertirse en un falso dios.
The Man Who Quit Money (Riverhead Books, $15.90), de Mark Sundeen, tiene como protagonista a Daniel Suelo, nacido en 1961, quien en el otoño del 2000 dejó sus últimos 30 dólares en una cabina telefónica, se mudó a una cueva en Moab, Utah, y decidió evitar por completo el uso del dinero. Incluso el trueque iba en contra de su ética de dar y recibir libremente.
Recolectaba comida de contenedores, recogía nueces y bayas, y a veces hacía trabajos estacionales o voluntarios, pero nunca a cambio de algo, ni siquiera comida o una cama.
Es un personaje simpático. Reflexiona profundamente sobre cómo purificar sus pensamientos y su corazón. No es un ermitaño. Es conversador, tiene amigos cercanos y le encanta bailar. La gente lo busca para pedirle consejo; él los recibe con amabilidad.
Cita a Jesús: no se preocupen por lo que van a comer o beber. Acumulen tesoros en el cielo. Miren los lirios del campo.
Pero vivir de tal manera que tus benefactores puedan ensuciarse las manos trabajando, ganando dinero, pagando impuestos —pero tú no— tiene al menos un aire de autosuficiencia moral.
El objetivo de Suelo no es solidarizarse con el obrero que acepta cualquier trabajo para alimentar a sus hijos y pagar los impuestos que sostienen, por ejemplo, la biblioteca pública donde él mantiene un blog y se comunica con sus seguidores.
Su objetivo no es compartir lo que tiene, sino no tener nada. Es imposible, por ejemplo, criar una familia bajo esa ética.
De hecho, cuando Suelo dejó el bosque en 2016 para cuidar a sus padres enfermos, tuvo que volver a usar dinero.
La realidad es que todos tenemos nuestras hipocresías con respecto al dinero. Tal vez el dinero sea un emblema de la Caída, que nos dejó perpetuamente enfrentados al prójimo, siempre suspicaces, siempre temerosos.
Aun así, todos podríamos intentar parecernos más a Cristo, quien participó del sistema monetario, pero con una actitud completamente libre. La próxima vez que tengas que pagar la hipoteca, ¿por qué no llamar a Pedro —como hizo Cristo cuando necesitaba pagar el impuesto del templo (Mateo 17,27)?
Dile que vaya a pescar: ahí encontrará el dinero necesario, justo en la boca del pez.