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Por qué no es posible tener una Iglesia sin Cristo

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Hazel Motes, protagonista de la novela Wise Blood (1952) de Flannery O’Connor, es un predicador evangélico callejero del sur de Estados Unidos. Reaccionando al peso de la culpa inculcada por su abuelo —un predicador de fuego y azufre—, funda lo que llama la Iglesia de Cristo sin Cristo.

Motes quiere una iglesia sin responsabilidades, sin conflictos interiores, sin lucha, sin culpa. En lugar de volverse hacia los Evangelios, la oración y el paciente combate espiritual que todo seguidor de Cristo debe emprender, su idea es dinamitar la Iglesia.

“¡Váyanse!”, gritó Hazel Motes. “¡Adelante, márchense! Escuchen... si Jesús los hubiera redimido, ¿qué diferencia haría?… Lo que ustedes necesitan es algo que tome el lugar de Jesús, algo que hable claro. ¡La Iglesia sin Cristo no tiene a Jesús, pero necesita uno! ¡Necesita un nuevo jesús! ¡Uno que sea totalmente humano, sin sangre para desperdiciar, y que no se parezca a ningún otro hombre, para que ustedes lo miren!… ¡Dénme ese nuevo jesús y verán hasta dónde puede llegar la Iglesia sin Cristo!”

Como dijo O’Connor: “Cuando puedes asumir que tu audiencia comparte tus creencias, puedes relajarte y usar medios normales para comunicarte; cuando tienes que asumir que no las comparte, entonces tienes que hacer tu visión evidente por medio del impacto: a los duros de oído hay que gritarles, y para los casi ciegos hay que dibujar figuras grandes y sorprendentes”.

Ella “grita” a través de Hazel Motes, pero no se necesita mucho esfuerzo para reconocer que la Iglesia de Cristo sin Cristo está por todas partes. Rehagamos a Dios a nuestra imagen. Escojamos y seleccionemos nuestra doctrina. Interpretemos los Evangelios como nos plazca —como haría un ser humano, no como lo hace Dios.

Este impulso es comprensible y, si somos honestos, universal. ¿Quién no desea a veces un Jesús menos exigente, menos desconcertante? ¿No podemos simplemente ser buenas personas por nuestra cuenta? ¿Por qué necesitamos también a la Iglesia, igualmente exigente y desconcertante? ¿Por qué debemos convivir y unirnos a tantas personas con sensibilidades, filosofías, opiniones e ideas tan distintas a las nuestras?

De hecho, la Iglesia sin Cristo es una contradicción en los términos, una imposibilidad teológica y existencial. El teólogo francés Louis Bouyer (1913–2004) escribió: “Cristo es… la Cabeza divina del Cuerpo que es la Iglesia, la Cabeza de quien ella recibe toda vida y luz. Él es el Esposo y ella es la Esposa, los dos en una sola carne… Cristo no es parte de la Iglesia; más bien, se podría decir que la Iglesia es parte de Cristo, injertada en él, viviendo por él y para él, sufriendo con él para reinar con él”.

Que la Iglesia sea sacramental —edificada en torno a los milagros centrales de la Encarnación, la Resurrección y la Transubstanciación— tiene implicaciones infinitas.

Por su naturaleza sacramental, el catolicismo no es solo una diferencia de grado, ni siquiera de tipo: es de un orden completamente distinto. Es una relación viva, que respira, en evolución constante, basada en el amor.

Como observó Mons. Romano Guardini en su libro El Padrenuestro: “Para el creyente... lo que obliga en conciencia no es solo una ley moral abstracta, sino algo vivo, que proviene de Dios. Es lo santo, lo bueno, que se imprime en lo más íntimo de nuestra alma… Aparece una nueva dimensión, por así decirlo, en la relación: la dimensión creadora”.

¿Cómo no anhelar con todo nuestro corazón entrar en esa dimensión creadora que describe Guardini? ¿Quién no querría estar en el firme abrazo de la Iglesia desde la cual esa dimensión brota? Evitamos a la Iglesia por lo que nos exige —pero, ¿qué hay de las innumerables gracias y dones que nos ofrece?

Existe un concepto en el derecho laboral llamado “una escapada personal”. Por lo general, los empleados están cubiertos por un seguro en caso de lesiones durante el trabajo. Pero si se accidentan fuera de horario o de sus tareas laborales, la empresa no tiene responsabilidad.

Tal vez te escapas a un encuentro en un hotel durante el almuerzo, pero si resbalas en el baño y te fracturas el tobillo, tú pagas la cuenta del hospital.

Estás fuera del ámbito del seguro de trabajo —y también fuera de la dimensión creadora del amor de Dios.

Estar fuera de la Iglesia es estar en una escapada personal. Puedes seguir tu propia ideología o filosofía o un líder autoerigido, pero nadie en la Iglesia sin Cristo puede bautizarte, casarte sacramentalmente, absolver tus pecados o encomendar tu alma a la eternidad —ni tampoco puedes unirte a los sacramentos por los cuales esas gracias y misericordias se extienden a los demás.

Cristo nos ama absolutamente y nos llama a ir más alto de lo que muchas veces quisiéramos. La Iglesia de Cristo sin Cristo es una iglesia sin cruz, que se presenta a nuestra mente puramente humana como lógica, sensata y atractiva.

Pedro pensaba igual, especialmente cuando Jesús anunció que debía ir a Jerusalén, sufrir mucho a manos de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día.

“Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo: ‘¡Dios no lo quiera, Señor! ¡Eso no puede pasarte!’”

Jesús le respondió: “¡Apártate de mí, Satanás! Eres para mí un obstáculo, porque no piensas como Dios, sino como los hombres” (Mateo 16, 23-24).

Heather King
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