Al parecer, la pandemia de COVID-19 no ha perdonado a nadie.
Ciertamente que, algunos han tenido la bendición de permanecer en gran medida al margen de la pandemia de coronavirus, tanto física como financieramente. Pero la ansiedad de estos últimos meses inciertos, y las consecuencias del aislamiento y la soledad, parecen habernos tocado a todos de alguna manera.
Como resultado de esto, las preguntas más importantes sobre el destino y el significado —esas preguntas que anteriormente se descartaban con más facilidad, hoy requieren ser revisadas en un contexto totalmente nuevo. Después del doloroso año 2020, esas preguntas invitan a los católicos a reflexionar profundamente sobre nuestro lugar en el mundo post-COVID.
San Agustín de Hipona vivió en una época de caos y colapso de civilizaciones, marcada por epidemias y luchas políticas. ¿Y su consejo para tiempos como éstos? Mantente arraigado en la realidad.
“Estamos en malos tiempos, en tiempos difíciles, es lo que la gente dice continuamente; pero vivamos bien y los tiempos serán buenos”, escribió en el año 410. “Nosotros somos los tiempos: como somos, como somos ”.
Como nosotros seamos, así serán los tiempos.
La gran filósofa del siglo XX, Simone Weil, describió el arraigamiento como la necesidad menos reconocida y, sin embargo, la más importante del alma humana. Pero, ¿qué puede ayudarnos a satisfacer esta necesidad?
Irónicamente, fue uno de los admiradores de Weil, el Papa San Juan Pablo II, quien argumentó que la pérdida del hombre moderno de su propio sentido de la humanidad requería de una “manifestación de ese ‘genio’ propio de las mujeres”.
“Comúnmente se piensa”, escribió el pontífice polaco en su carta de 1988 “Mulieris Dignitatem” (“La dignidad de la mujer”), que “las mujeres son más capaces que los hombres de prestar atención a otra persona, y que la maternidad desarrolla aún más esta predisposición”.
A lo largo de la historia, ha sido el genio de la mujer lo que Dios ha designado para arraigar continuamente a la humanidad en la realidad.
Y ésta es la realidad: gracias a Jesucristo no somos víctimas de nuestras circunstancias. Estamos siendo encontrados, apreciados, sanados y salvados.
Esto es lo que las mujeres representan y hacen: encontrar, apreciar, sanar y salvar. ¿Por qué? Porque, como observaba la escritora alemana Gertrude von le Fort, “Dondequiera que una mujer es más profundamente ella misma, ahí mismo es también esposa y madre”.
Una de las más notables madres espirituales es Santa María Magdalena, celebrada litúrgicamente como “Apóstol de los Apóstoles”. Mientras los apóstoles estaban, con miedo, encerrados a puertas cerradas después de la ejecución de Jesús, María “estaba llorando afuera de la tumba” de Jesús. (Juan 20,11)
En ella percibimos no tanto el miedo o la angustia, sino una soledad nacida de su afecto por Jesús y del conocimiento de que solo él podría responder adecuadamente a su inseguridad. Cuando su amor y sus lágrimas fueron recompensados, ella se conviertió en la primera “testis divinae misericordiae” (“testigo de la divina misericordia”), y luego inmediatamente evangelizó a los apóstoles: “¡He visto al Señor!”.
Esta particular receptividad de las mujeres es el motivo por el cual las mujeres siempre han sido y seguirán siendo los motores de la Iglesia en su capacidad de generar algo nuevo creando un espacio para el otro.
Para el cristiano siempre existe la tentación de volverse egocéntrico, de concentrarse en su propia debilidad, de enojarse por sus propias limitaciones y, por lo tanto, de comportarse de manera negativa o reactiva. Especialmente en tiempos de crisis, es muy fácil caer en obsesiones acerca las soluciones externas o en poner la esperanza o la certeza en la política o en la ideología. Y dado que la política consiste, en última instancia, en ofrecer soluciones mundanas a los problemas espirituales —sea donde sea que se ubique uno dentro del panorama público— el cristiano siempre estará insatisfecho.
En último término, cuando todas nuestras ideologías y formulaciones fallan, se nos recuerda que el otro exige ser abordado en un plano tanto emocional como espiritual.
Y esto es precisamente en lo que las mujeres son expertas.
Las mujeres nos hacen conservar los pies en la tierra y nos mantienen en el estado mental correcto porque nos recuerdan a Dios cuando hemos olvidado su presencia en unos y otros.
Piensen en el testimonio de las mujeres cristianas en la Iglesia primitiva. Jesús trató a las mujeres con la dignidad que su naturaleza merecía y las mujeres asumieron esto y transformaron la Iglesia, el mundo y el imperio mismo, que se estaba desmoronando ante sus ojos. Ellas abrazaron su dignidad y en base a ella, generaron luego una civilización digna.
Esta realidad histórica es la razón por la cual el Arzobispo Fulton J. Sheen señaló que “en gran medida, el nivel de cualquier civilización es el nivel de su femineidad”.
Los primeros cristianos vivieron en una época de persecución sistemática, de epidemias, hambrunas, dificultades económicas, de una cultura de muerte con tasas vertiginosas de abortos e infanticidio (en su mayoría de niñas) y de cero derechos legales para las mujeres.
Y, sin embargo, la fe cristiana no sólo sobrevivió, sino que floreció.
En el mundo antiguo, el testimonio de una mujer no significaba nada cultural o políticamente. Entonces, fue paradójico que el testimonio y la manifestación que de él hicieron las mujeres, fuera lo que puso en evidencia la novedad del cristianismo. La mayoría de quienes se convirtieron y, por tanto, se dedicaron a la evangelización, fueron inicialmente mujeres.
El testimonio que ofrecían los matrimonios y familias felices atrajo a los paganos a esta extraña nueva fe monoteísta, al igual que su caridad, a menudo audaz, ante las epidemias mortales. Los paganos infectados eran frecuentemente abandonados por sus propias familias y terminaban siendo cuidados por cristianos.
Pareciera que en nuestros días, será una vez más lo trascendental del Bien y no principalmente lo Verdadero o lo Hermoso lo que será más necesario y persuasivo para un mundo incrédulo.
El genio femenino se expresa de manera sutil pero fenomenal, como consecuencia de esto. Es imposible contar todas sus manifestaciones a lo largo de la historia, pero para quienes tienen ojos para ver y oídos para oír, la presencia y el poder profético de la mujer siempre servirá como un recordatorio de que el poder espiritual es el único poder y que la fe es la victoria que vence al mundo (1 Juan 5, 4).
Por esta razón, podemos regocijarnos por lo que Dios ha hecho por nosotros y por lo que está haciendo aquí y ahora, inclusive en esto. Esta percepción y comunicación particularmente femenina es una “vocación hacia el otro” en un mundo que está en una desesperada necesidad de maternidad.