Existe la tendencia a buscar hacer compatibles la meditación cristiana y las técnicas orientales de carácter puramente mental o psicológico.

Ya en los primeros siglos se insinuaron en la Iglesia modos erróneos de hacer oración, de los cuales se encuentran trazas en algunos textos del Nuevo Testamento (cf. 1 Jn 4, 3; 1 Tm 1, 3-7 y 4, 3-4). Poco después, aparecen dos desviaciones fundamentales de las que se ocuparon los Padres de la Iglesia: la pseudognosis y el mesalianismo. De esa primitiva experiencia cristiana y de la actitud de los Padres se puede aprender mucho para afrontar la problemática contemporánea.

Contra la desviación de la pseudognosis, los Padres afirman que la materia ha sido creada por Dios y, como tal, no es mala. Además sostienen que la gracia, cuyo principio es siempre el Espíritu Santo, no es un bien propio del alma, sino que debe implorarse a Dios como don. Por esto, la iluminación o conocimiento superior del Espíritu —«gnosis» no hace superflua la fe cristiana. Por último, para los Padres, el signo auténtico de un conocimiento superior, fruto de la oración, es siempre el amor cristiano.

Si la perfección de la oración cristiana no puede valorarse por la sublimidad del conocimiento gnóstico, tampoco puede serlo en relación con la experiencia de lo divino, como propone el mesalianismo. Los falsos carismáticos del siglo IV identificaban la gracia del Espíritu Santo con la experiencia psicológica de su presencia en el alma. Contra éstos, los Padres insistieron en que la unión del alma orante con Dios tiene lugar en el misterio; en particular, por medio de los sacramentos de la Iglesia. Esta unión puede realizarse también a través de experiencias de aflicción e incluso de desolación. Contrariamente a la opinión de los mesalianos, éstas no son necesariamente un signo de que el Espíritu ha abandonado el alma. Como siempre han reconocido los maestros espirituales, pueden ser en cambio una participación auténtica del estado de abandono de Nuestro Señor en la Cruz, el cual permanece siempre como Modelo y Mediador de la oración.

Ambas formas de error continúan siendo una tentación para el hombre pecador. Le instigan a tratar de suprimir la distancia que separa la criatura del Creador, como algo que no debería existir; a considerar el camino de Cristo sobre la tierra —por el que Él nos quiere conducir al Padre— como una realidad superada; a degradar al nivel de la psicología natural —como «conocimiento superior» o «experiencia»— de lo que debe ser considerado como pura gracia.

Estas formas erróneas, que resurgen esporádicamente a lo largo de la historia al margen de la oración de la Iglesia parecen hoy impresionar nuevamente a muchos cristianos, que se entregan a ellas como remedio —psicológico o espiritual— y como rápido procedimiento para encontrar a Dios.

Pero estas formas erróneas, donde quiera busca captar, en las obras salvíficas de Dios, en Cristo —Verbo Encarnado— y en el don de su Espíritu, la profundidad divina, que allí se revela siempre a través de la dimensión humano-terrena. Por el contrario, en aquellos métodos de meditación, incluso cuando se parte de palabras y hechos de Jesús, se busca prescindir lo más posible de lo que este terreno, sensible y conceptualmente limitado, para subir o sumergirse en la esfera de lo divino, que, en cuanto tal, no es ni terrestre, ni sensible, ni conceptualizable. Esta tendencia, presente ya en la tardía religiosidad griega —sobre todo en el «neoplatonismo»—, se vuelve a encontrar en la base de la inspiración religiosa de muchos pueblos, enseguida que reconocen el carácter precario de sus representaciones de lo divino y de sus tentativas de acercarse a él.

Con la actual difusión de los métodos orientales de meditación en el mundo cristiano y en las comunidades eclesiales, nos encontramos de frente a una aguda renovación del intento, no exento de riesgos y errores, de fundir la meditación cristiana con la no cristiana. Las propuestas en este sentido son numerosas y más o menos radicales: algunas utilizan métodos orientales con el único fin de conseguir la preparación psicofísica para una contemplación realmente cristiana; otras van más allá y buscan originar, con diversas técnicas, experiencias espirituales análogas a las que se mencionan en los escritos de ciertos místicos católicos; otras incluso no temen colocar aquel absoluto sin imágenes y conceptos, propio de la teoría budista, en el mismo plano de la majestad de Dios, revelada en Cristo, que se eleva por encima de la realidad finita. Para tal fin, se sirven de una «teología negativa» que supera cualquier afirmación que tenga algún contenido sobre Dios, negando que las cosas del mundo puedan ser una semilla que remita a la infinitud de Dios. Por esto, proponen abandonar no sólo la meditación de las obras salvíficas que el Dios de la Antigua y Nueva Alianza ha realizado en la historia, sino también la misma idea de Dios, Uno y Trino, que es Amor, en favor de una inmersión «en el abismo indeterminado de la divinidad».

Estas propuestas u otras análogas de armonización entre meditación cristiana y técnicas orientales deberán ser continuamente cribadas con un cuidadoso discernimiento de contenidos y de métodos, para evitar la caída en un pernicioso sincretismo.