La Capilla de la Santa Cruz rodeada de formaciones rocosas en Sedona, Arizona, el 28 de junio. (OSV News/Bob Roller)
No es ningún secreto que viajar —algo que mucha gente hace en esta época del año— aporta numerosos beneficios al cuerpo y a la mente. Nos ayuda a romper la rutina mientras promete nuevas experiencias. También puede hacernos anhelar algo distinto o valorar más lo que nos espera en casa.
Pero para un cristiano, viajar como peregrino aporta algo más. Hace bien al alma.
Cuando digo “peregrino”, no pienses que acabo de visitar la casa de María en Éfeso (Turquía) o de recorrer el Camino de Santiago en el norte de España —aunque espero hacer ambas cosas pronto.
Más bien, mi experiencia como peregrino ocurrió durante una visita familiar al norte de Arizona, durante un feriado estadounidense reciente, largo y muy secular.
Es un viaje largo, de unas ocho horas o más si se suman las paradas para comer y descansar. Añade a eso un nieto de 6 años que hace unas 21.4 preguntas por milla y que insiste en nombrar cada automóvil que ve según los logotipos de fabricantes que de algún modo ha memorizado, y ese trayecto puede sentirse aún más largo. Una vez allí, pasamos momentos maravillosos con mis hermanos, sobrinas, sobrinos y sus crecientes familias.
Siempre se pasa rápido, una buena señal de lo valiosas que son esas visitas, pero eventualmente llegó el día de partir. Coincidió con un domingo. Una buena parte de la familia extendida se reunió una vez más para asistir a la Misa de las 8 a.m., otra tradición que, debido a la dispersión del clan por todo Estados Unidos, se ha vuelto mucho menos frecuente de lo que me gustaría. Pero así es la vida, supongo.
Cuando terminó la Misa y nos despedimos, mi esposa y yo nos preparamos para el viaje de regreso de ocho horas con un nieto de 6 años en el asiento trasero que nunca conoció una pregunta que no le gustara.
Mientras rezaba por paciencia (gracias, Santa Mónica) y por un viaje seguro, agradecido por haber podido pasar tiempo con mi familia, pensé en la Misa a la que acabábamos de asistir y en lo hermosa —aunque diferente— que fue en comparación con la de nuestra parroquia en casa. Cuando ciertas personas —que no nombraremos— se obsesionan con el estado actual de la Iglesia, tienden a ver la nube en cada rayo de esperanza y creen que el cataclismo está a una sola denuncia viral en internet de distancia.
Mi experiencia en esa Misa dominical en Arizona fue el antídoto perfecto contra esas preocupaciones sin sentido. Era la vida católica en su máxima expresión. Bebés llorando por todos lados. Un niño pequeño se portaba mal en la banca frente a nosotros, casi me pateó la cabeza. Su papá lo sacó (regresó un poco más triste, pero más sabio) y la Misa continuó sin interrupciones. El Evangelio trataba sobre Jesús enviando a sus discípulos a predicar, y allí estaba yo, recibiendo esa Palabra en medio de un viaje. Mi ritmo espiritual se sincronizó con el compás familiar de la liturgia que me rodeaba.
Eso no quiere decir que esta parroquia tenga todo “correcto” o “resuelto”. Su demografía (edad, etnia, por ejemplo) es distinta a la de mi parroquia habitual, y también hay diferencias en algunos aspectos de cómo se celebra la Misa. Pero al final, esas cosas quedan en segundo plano cuando se reencarna el sacrificio incruento sobre el altar, ya sea ese altar de mármol brillante, granito labrado o roble pulido.
Las Misas se ven distintas y a la vez iguales. Es una forma muy católica de ver el mundo, y asistir a Misa como “turista” lo hace aún más evidente. He asistido a Misas en países donde no entendía ni una sola palabra del idioma ni podía descifrar ciertos gestos culturales, pero aun así sabía exactamente lo que sucedía en el altar y sentía ese mismo sentido de pertenencia.
Mientras conducía por el desierto de Mojave y respondía con paciencia (gracias otra vez, Santa Mónica) cada pregunta sobre los logotipos de marcas de automóviles que mi nieto no reconocía —y un par de preguntas sobre el cielo, el infierno y el purgatorio—, me di cuenta de lo bendecido y afortunado que soy.
Regresamos a casa sanos y salvos, sobrevivimos al inagotable interrogatorio de un niño de 6 años, y asistiré a Misa en mi parroquia con un renovado sentido de alegría y paz. Tolstói dijo que todas las familias felices se parecen, mientras que las infelices son distintas entre sí. En lo que respecta a la Iglesia y todos sus rincones alrededor del país y del mundo, los pequeños detalles que nos diferencian son superados por la fuerza arrolladora del amor de Cristo por los peregrinos, estén donde estén.