Pero vayamos por partes. ¿Por qué me atrevo a sostener, tan tajantemente, que el empleo de anticonceptivos conduce tarde o temprano –y, en ocasiones, más bien temprano– a la desventura? Por una razón muy sencilla, a la par que profunda y definitiva: porque la utilización de esos métodos atenta indefectiblemente contra el amor; y sólo el amor engendra, como resultado no perseguido, la felicidad. Este extremo es de tal importancia, que bien merece unos minutos de atención. He hablado hace un momento de «mecanismos» de la felicidad. Evidentemente, se trataba de una expresión figurada y, en cierto sentido, casi contradictoria: no hay, propiamente, «mecanismos» que aseguren la dicha. Esta, como sostenían ya los filósofos clásicos, es consecuencia de una «vida lograda», de una existencia plenamente humana, cabal.
La primera Ley de la felicidad
Con todo, sí que existe una especie de “leyes” que determinan la consecución de la ventura humana. Podrían reducirse a dos: una negativa y otra positiva. La primera sostiene que la felicidad nunca se logrará cuando se camine explícita y directamente en pos de ella, que la felicidad sólo se consigue cuando no se la persigue. Sucede aquí lo mismo que con tantas otras relaciones humanas: la alegría, el sueño en una noche de insomnio, el placer sexual cumplido, una conversación suelta y despreocupada en las personas afectadas de timidez… El mejor modo de nunca lograr esos objetivos consiste justamente, en empeñarse de manera frontal e inmediata en conseguirlos: no hay forma más “eficaz” de pasar la noche en blanco, cuando el sueño se resiste a venir, esfuerzo en caer en los brazos de Morfeo; ni hay manera menos rentable de recuperar la más elemental de las alegrías -cuando nos embarga un sentimiento de tristeza o, simplemente, estamos de mal humor- que ponernos reconquistarla frontalmente, “a ferza de brasos”. Y lo mismo sucede con los que podrían aducirse.
Se entiende, entonces que, en lo que respecta más directamente a nuestro tema, y como consecuencia de un dilatado y fecundo ejercicio de su profesión, haya podido concluir un eminente psiquiatra español contemporáneo: “La felicidad, en cualquiera de sus formas, desde la más sensitiva, como el placer, a la más trascendentes, como el éxtasis, es consecuencia de una actitud vital no directamente polarizada hacia ella mediante un afán y búsqueda intencional. La cualidad autotrascedente de la existencia humana da lugar a un hecho que el clínico puede observar día a día, esto es, que el principio del placer es en realidad autodestructor. En otros términos, la búsqueda de la felicidad es autodestructora: constituye una contradicción en si misma. Me atrevo a decir que precisamente en la medida en que el individuo empieza a buscar directamente la felicidad o a esforzarse por conseguirla, exactamente en la misma medida no puede alcanzarla. Cuanto más se esfuerza por lograrla, tanto menos la consigue.»
Segunda ley de la felicidad
Me parece que la cuestión está lo bastante clara: nunca conquistaremos la dicha definitiva si hacemos de su consecución el objetivo inmediato y directo de nuestros esfuerzos. Pero ¿quedan con esto convenientemente esclarecidos los «mecanismos»de la felicidad? Evidentemente, no. Lo que acabamos de exponer constituye tan sólo una condición necesaria, pero no suficiente, para que alguien sea dichoso. Requisito ineludible para lograrlo –cabría decir en lenguaje más coloquial– es que «se olvide del tema», que deje de poner su empeño en alcanzar una felicidad que, en la misma proporción en que la busca, se le escapará de entre las manos. Es menester que reduzca el propio contento a la categoría de corolario, de efecto secundario no perseguido, de simple consecuencia. Mas la pregunta clave, a la que por fuerza habrá que responder, es ahora otra. Supuesto, como efectivamente ocurre, que la felicidad sea siempre una consecuencia, parece forzoso que alguien nos aclare: consecuencia ¿de qué?
Los filósofos clásicos responderían sin vacilar, como ya antes sugeríamos: de una «vida lograda». Y nosotros podemos traducir: de una existencia plenamente humana, en la que uno se cumple como persona. A lo que todavía habría que interpretar: ¿de qué manera se alcanza esa plenitud, esa perfección? La respuesta, también en este caso, es neta: a través del amor: sólo esforzándose en amar cada vez más y mejor construye el hombre esa biografía que lo va colmando como persona.
Llegados a este punto –que, sin duda alguna, es crucial- podríamos aducir numerosos testimonios que avalasen nuestras afirmaciones. El de Aristóteles, por ejemplo, que caracteriza al hombre por su capacidad de «querer al otro en cuanto otro», es decir, de amar. O el de la fenomenología antropológica contemporánea Gehlen y Plessner, por citar dos nombres–, que hacen radicar la superioridad del hombre sobre los animales en la aptitud para olvidarse del propio bien y querer y procurar el bien de los otros (lo cual, insisto, es amar). Pero todo ello nos llevaría demasiado lejos y complicaría en exceso la cuestión. Porque el asunto, para un cristiano, está claro: «Dios obra por amor, pone el amor, y quiere sólo amor, correspondencia, reciprocidad, amistad (…). Así, al Deus caritas est del Evangelista San Juan, hay que añadir: el hombre, terminativa y perfectamente hombre, es amor. Y si no es amor, no es hombre, es hombre frustrado, autorreducido a cosa» Palabras que confirma solemnemente la Gaudium et spes, cuando sostiene: «el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por si misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás», en la donación amorosa.
Y si a alguien le quedaran dudas, que acuda a la experiencia ordinaria, observando: «Si se le pregunta a una persona –de cualquier clase o condición,cultivada o no– qué entiende por un hombre bueno, nos responderá sin titubear: un hombre bueno es el que hace el bien, o por lo menos lo desea, lo procura y si puede lo hace. Y si insistimos: pero el que hace el bien a quién, ¿a si mismo o a los demás?, la respuesta será siempre: a los demás; porque el que sólo desea, procura y se hace el bien a si mismo, será «listo», pero no propiamente bueno. Seguiremos preguntando: ¿Y quién es el hombre malo? Nos responderán: el que desea, procura y si puede hace el mal. ¿A quién? A los demás; porque el que se hace el mal a sí mismo, es «tonto», más que malo.»