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Un “Baby Box” o Caja para Bebés es una incubadora climatizada ubicada en el sótano del hospital Carilion Roanoke Memorial, en Virginia. Alguien puede bajar, depositar allí a su bebé, cerrar la puerta y marcharse. La persona tiene un tiempo preestablecido para irse antes de que suene una alarma que notifica al personal del hospital que hay un nuevo bebé. Una vez que uno supera el nudo en el estómago por lo mucho que este proceso suena a entrega de un pedido de Amazon más que al cuidado de un ser humano, podemos estar agradecidos de que algo así exista.

Probablemente alguien podría publicar en Google Scholar un artículo académico sobre cómo nuestra cultura ha reducido el matrimonio a un contrato mutuo similar a comprar un condominio en Chatsworth. Las consecuencias naturales de esa mentalidad han convertido a los hijos, especialmente a los bebés, en una especie de producto. Esto se ve con claridad en la gestación subrogada, donde contratos legales determinan incluso qué pasa si el “producto” no sale como se esperaba.

En Los Ángeles, en particular, estamos un paso adelante en esta tendencia cultural. Desde hace varios años, existe la posibilidad de entregar a un recién nacido. El “Programa de Entrega Segura de Bebés” tiene múltiples ubicaciones en el condado de Los Ángeles. Desde estaciones de bomberos hasta hospitales, una madre puede entregar a su bebé —nacido en las últimas 72 horas— de manera segura y sin juicio alguno. Incluso existe un período de espera de dos semanas en caso de que la madre se arrepienta de su decisión.

La tentación al escuchar noticias como esta es reaccionar con indignación y pensar en lo bajo que hemos caído como sociedad. A mí me pasa. Y uno se siente aún peor al enterarse de que el programa en California, pese a su amplitud, solo ha salvado a 250 bebés en un país donde se practican más de un millón de abortos cada año. Claro que esas cifras no suenan tan terribles si uno es uno de esos 250 bebés salvados por el programa, o los que serán salvados por el “Baby Box” en Virginia.

También pienso en las mujeres que dejan a sus bebés al cuidado de otros. Es en esos momentos cuando la frase tantas veces mal usada del Papa Francisco viene en mi ayuda: ¿Quién soy yo para juzgar? No sé nada sobre lo que llevó a una persona a sentir que debía entregar a su hijo. Pienso en el dolor que deben estar sintiendo y, aun si están afectadas por demonios como las drogas o el alcohol, han encontrado la gracia y el valor para hacer lo correcto.

Así que, que Dios bendiga al Baby Box y al Programa de Entrega Segura de Bebés de Los Ángeles. Si la Iglesia pudo transformar un instrumento romano de tortura en un sacramental, no es descabellado imaginar a un arqueólogo del futuro desenterrando un Baby Box y viéndolo como un objeto sagrado.

Quizás en Virginia, dentro de algunas décadas, un hombre o una mujer se paren frente a la Caja para Bebés donde fueron depositados por una madre que nunca conocieron. Espero que si lo hacen, primero recen una oración de agradecimiento a Dios por el don de la vida. Y en segundo lugar, que recen por esa mujer que, por la razón que haya sido, creyó que no podía cuidar de ellos, pero entendió que merecían vivir. Tal vez también puedan pedir que todo el trauma y dolor que ella vivió haya sido finalmente dejado a los pies de la cruz, donde todo trauma y dolor deben reposar.

Soy el último en querer corregir a William Shakespeare, pero en “Julio César” se quedó a mitad de camino. Es cierto que “el mal que hacen los hombres perdura tras su muerte”, pero me atrevo a decir que el bien —como la decisión llena de gracia de una mujer en crisis que usa un Baby Box para salvar una vida— perdura aún más.