Para nosotros, solitarios cuyas vidas -como la de María- consisten en gran medida en "meditar estas cosas en nuestros corazones", rara vez hay sitio en la posada.
El resto del mundo, con su actividad incesante, sus engranajes, su ruido despreocupado -todo como debe ser- nos desplaza, relegándonos a algún rincón sucio donde nos acurrucamos, con los dedos pegados a las orejas, anhelando desesperadamente un momento de tranquilidad en el que nuestros descubrimientos, nuestras percepciones y nuestro amor puedan dar a luz.
Supongo que mi propia madre, en un hogar de ocho hijos, siempre buscaba en vano una posada. Una vez me encontré con ella, sentada en el borde de su cama y la de mi padre, mirando por la ventana hacia el crepúsculo y llorando. Yo debía de tener unos doce años. "¡Mamá! ¿Estás bien?"
Ella no contestó, sólo me miró con silencioso agradecimiento.
Como la mayoría de las familias, la nuestra tenía secretos. Probablemente nunca los conoceré todos, y no estoy segura de querer hacerlo.
Un incidente, relatado muchos años después por un hermano, es revelador. Mi madre era una costurera consumada. Hacía su propio vestido de novia, ropa para los niños, fundas y cortinas, e incluso un ajuar para mi muñeca de la infancia: un peignoir, un traje de viaje, un vestido de noche.
Cuando los niños alcanzamos la mayoría de edad y empezamos a irnos de casa, se abrió un dormitorio y por fin pudo tener su propio cuarto de costura. Cuando volvía a casa de la universidad, la veía allí, con la boca llena de alfileres, las piezas recortadas bien apiladas, todo en forma de barco, recortado y ordenado.
Al parecer, un día mi padre pasó por allí, la vio trabajando, asomó la cabeza y preguntó: "¿Qué proyecto es este, Janet?".
"Estoy haciendo cortinas para la tía Madeleine", contestó ella.
Papá la miró dos veces y le espetó: "La tía Madeleine murió hace tres meses".
"Lo sé", respondió mi madre. "Pero le prometí que le haría un juego de cortinas".
Mi padre trabajaba de albañil y el hecho de que mi madre no ganara más dinero que los pocos dólares que cobraba aquí y allá por sus labores de costura siempre fue un poco irritante: uno de esos secretos de los que no se hablaba abiertamente delante de nosotros los niños (gracias al cielo) pero que a puerta cerrada posiblemente se enconaban.
Cuando se enfadaba, mi padre se llevaba a uno de nosotros aparte y se desahogaba. Puedo oírle: "¿Estoy loco? Me estoy rompiendo el culo ahí fuera en el frío poniendo ladrillos y ella está ahí arriba haciendo cortinas para su tía muerta".
Mi padre estaba dedicado a mi madre y no era malicioso. Además era muy divertido. Así que si era yo con quien se desahogaba, normalmente coincidíamos en que mamá estaba un poco chiflada y nos echábamos unas risas.
Pero todos estos años después, al oír la historia de las cortinas de la tía Madeleine, simpatizo con mi ahora difunta madre hasta la médula.
Al fin y al cabo, no era una soñadora que descuidara sus deberes como esposa y madre. La casa estaba siempre limpia, los suelos barridos, los platos fregados, la colada tendida.
Mi madre no era católica: era fiel feligresa de la iglesia Congregacional (ahora Iglesia Unida de Cristo), al otro lado de la calle. Pero, en cierto modo, tenía un corazón católico. Haces ciertos votos; te atienes a una norma que a los ojos del mundo parece ridícula, incluso aterradora, por su "impracticabilidad". Y el voto cuesta.
El voto le costó de otras maneras. Mi madre me enseñó a amar los libros, quizá su mejor y más duradero regalo. Escribía mejores cartas que nadie que yo conozca: informativas, descriptivas, directas, al grano. Era muy inteligente. Creo que le habría gustado ser escritora.
Una vez -sólo una vez- envió un artículo para su publicación, según recuerdo, a una revista religiosa de algún tipo. El artículo fue aceptado: Imagino su alegría. No se habría permitido el orgullo, pero sí una tranquila alegría.
Y entonces, no estoy seguro de que le dieran una razón, la revista decidió que no querían el ensayo después de todo.
Que yo sepa, nunca volvió a enviar otro artículo. Siguió siendo fiel a sus votos matrimoniales, a sus votos privados a Dios, a sus hijos, a su iglesia y a su conciencia.
Me la imagino sufrida pero con los ojos secos, guardando su propio consejo, junto con Dios sabe qué otras penas secretas y sufrimientos silenciosos.
Es un tópico que las hijas tienden a vivir los sueños incumplidos de sus madres. No tengo forma de saber si eso es cierto en mi caso. Lo que sí sé es que, aunque me parezco a mi padre en cientos de cosas, el ejemplo de mi madre ha sido la columna vertebral de mi vida: Su fidelidad a su reloj. Su negativa a dejarse conmover. Su insistencia en hacer lo que consideraba correcto.
Así que, en el Día de la Madre, permíteme decirte que, en caso de que quisieras ser escritora, mamá, te he enviado otro ensayo. Y aunque no sé coser ni una puntada, a mi manera también cogí tu dedal, tus tijeras y tu cinta métrica.
Cincuenta años después, buscando la palabra justa en mi escritorio, sigo trabajando en las cortinas de la tía Madeleine.