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Justin Leonard en el Torneo de Maestros de 2006 en Augusta, Georgia, durante el concurso Par 3. (Shutterstock)

El golf ha sido una tradición dominical en mi vida durante mucho tiempo. Nuestro papá nunca sostuvo un palo de golf —al menos que yo recuerde—, pero su hermano sacerdote, el Padre John, jugaba una vez por semana casi toda su vida. Cuando nuestro tío venía a cenar los domingos, papá nos pedía que pusiéramos el torneo de golf que estuviera en la televisión. Éramos su control remoto en aquellos días. Los murmullos de los comentaristas, los aplausos educados cuando un golfista embocaba un birdie, o los gemidos compasivos si la pelota caía en el agua, se mezclaban con los sonidos de mi mamá preparando la cena familiar.

A menudo pienso en esas tardes de domingo perezosas y puedo imaginar fácilmente al Padre John en la esquina del sofá, con una pipa o un cigarro mientras leía su breviario. De vez en cuando levantaba la vista para ver cómo le iba a Jack Nicklaus y, satisfecho o decepcionado, volvía a su oración.

Estos recuerdos sensoriales regresan a mi mente como el llamado de un viejo amigo. Pasé de ser un espectador pasivo de golf —porque no había opción en la única televisión familiar— a un jugador entusiasta. El Padre John se propuso enseñarme cuando fui un poco mayor. Era un hombre de paciencia inagotable, y yo tenía un talento para el golf de mediocridad aparentemente ilimitada. Pero atesoro esos momentos compartidos en la tranquilidad del campo de golf, donde conviví con el sacerdote más importante de mi vida.

El golf ha cambiado. Hoy, los asistentes graban todo con sus celulares y compiten por gritar más fuerte: “¡ERES EL MEJOR!” o “¡ENTRA EN EL HOYO!”. Incluso los golfistas suelen ser captados diciendo improperios. Lejos quedaron los días de Arnold Palmer fumando discretamente antes de un gran golpe.

Pero existe el Torneo de Maestros (Masters), un evento que conserva sus tradiciones como una medalla de honor. Si gritas después de un golpe, te piden que te retires. Comer todo del menú costaría apenas $77 —más barato que estacionar en un estadio moderno—. Los asistentes no son "espectadores", sino "patrones".

Siempre se celebra en abril, y dependiendo del calendario lunar, puede coincidir con la Semana Santa. Este año, la ronda final fue en Domingo de Ramos. Pienso en mi tío en cada Misa, pido por él y sé que intercede por mí. No puedo jugar ni ver golf sin recordarlo, y sé que el Torneo de Maestros ocupaba un lugar especial en su corazón.

Sin saberlo, mientras yo luchaba en el campo, mi tío ejercía su ministerio sacerdotal: me enseñaba sobre la frustración y cómo encontrar lecciones de vida en los fracasos. Cada tiro errado no provocaba enojo en él, sino una risa autocrítica.

El Torneo de Maestros ha pasado, y la Pascua está aquí. Ambos volverán el próximo año. El torneo me recordará a quien, después de mis padres, más influyó en mi fe. Miraré el golf pensando en él y celebraré la Pascua que me enseñó a abrazar con todo mi corazón.

Puede sonar sentimental, pero uno de los lugares más famosos de Augusta National Golf Club se llama "Amen Corner". Para mí, tiene todo el sentido.

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Robert Brennan