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Los agnósticos que conozco suelen estar muy preocupados con una pregunta: ¿es posible ser una buena persona sin creer en Dios?
El solo hecho de que se planteen la cuestión muestra que efectivamente son buenas personas: gente como el Conde Drácula o Cruella de Vil no estaba excesivamente preocupada de cosas como ésa. Sin embargo, me temo que la pregunta no sea demasiado importante.
Nosotros somos buenos o malos según con quien nos comparemos: probablemente seamos buenos, si tenemos en frente a Pol Pot o a Goebbels, y saldremos bastante mal parados si nos comparamos con Tomás Moro o con Teresa de Calcuta. Algo así parece dar a entender la respuesta de Jesús al joven rico, cuando le dice que “nadie es bueno, sino sólo Dios”.
Por otra parte, nuestros agnósticos no suelen ser tales. En sentido estricto, agnóstico es aquél que no afirma ni niega la existencia de Dios. Simplemente dice que no sabe si hay algo semejante. En cambio, aquéllos de nuestros amigos que se declaran agnósticos, se sentirían muy ofendidos si los caracterizáramos de esa manera. Casi todos admiten la existencia de un Ser Superior. Lo que no tienen claro es que ese Ser tenga todos los atributos que nosotros le asignamos, que haya hablado a los hombres a través de Moisés y los Profetas, o que se haya encarnado, muerto y resucitado, y —además— que la Iglesia y los sacramentos sean obra suya, que los milagros existan y otras cosas semejantes. Es decir, no son propiamente agnósticos, sino más bien deístas, gente que cree en un Dios, pero que piensa que no se ocupa de los asuntos humanos. Sólo en un sentido muy amplio los podemos llamar agnósticos. La diferencia, sin embargo, que presentan con los deístas al estilo Voltaire, estriba en que no están demasiado convencidos de su deísmo. Son personas que se cuestionan constantemente. Además, con frecuencia no sólo son muy respetuosos de la religión, sino que incluso se interesan enormemente por ella. En eso tenemos una diferencia importante: a muchos católicos la religión nos interesa un comino. Lo que nos interesa es Dios. Si adherimos a una religión, es sólo porque creemos que ha sido inventada por Dios mismo. Es decir, tenemos un interés indirecto en ella. La aceptamos simplemente porque estamos convencidos de que lo que dice es verdad.
Además, es frecuente que los agnósticos digan: “me gustaría creer, pero no puedo”. Esto es un excelente comienzo, al menos para encontrarse con el cristianismo, que dice que la fe es un don divino. Con nuestras luces podemos llegar a la existencia de Dios y a saber muy pocas cosas más sobre Él (como que es uno, eterno, etc.). Para saber más, Él mismo tiene que tomar la iniciativa, en dos sentidos: primero, entregándonos una información que nos resulta inaccesible por nuestras propias fuerzas (la Revelación); segundo, dándonos una especial ayuda para asentir a esas verdades. Esa ayuda es lo que llamamos fe. A veces los cristianos se comportan como si la fe fuese algo que poseyeran por familia o por el hecho de haber nacido en un lugar determinado. Y no es así, tal como la existencia de los agnósticos se encarga de recordarlo: la fe es un regalo.
Es un hecho que hay bastantes millones de personas en el mundo que —salvo que les suceda algo muy excepcional— no tienen la más mínima posibilidad de tenerla: ni siquiera han oído hablar de cosas como la fe. Esto no sólo pasa en países de continentes lejanos, sino en muchos ambientes de Nueva York, Amsterdam u otras grandes ciudades. ¿Quiere decir esto que Dios no trata a todos por igual? Efectivamente es así: basta con leer la parábola de los talentos. De esta circunstancia algunos deducen que no es necesario hablar de Dios y del cristianismo a estas personas, ya que están de buena fe y, por tanto, pueden alcanzar la salvación. Me parece que es un planteamiento erróneo. La cuestión no es si se salvan o no, sino una de muy distinto tipo. Si Dios existe y se ha revelado ¿no es una pena que haya personas que no lo sepan? Aunque tuviéramos plena certeza de que alcanzarán la vida eterna, resultaría justificado hablarles de Dios, como es conveniente hablarles de la rueda o la penicilina. Una vida con la rueda y la penicilina es objetivamente preferible a una vida que ignore estos maravillosos descubrimientos. Con Dios pasa lo mismo. Si el cristianismo es verdadero, una vida con mandamientos, ángeles, perdón de los pecados, Iglesia, muerte y resurrección, es algo que no conviene perderse: es el máximo avance en materia de civilización. Por razones que no conocemos, Dios ha querido que los hombres lleguen a estas cosas pasando por el contacto con otros seres humanos que les hablen de ellas. Este contacto es necesario, aunque no suficiente, pues, como vimos, la fe (la capacidad de aceptar esas cosas) es un regalo.
Sin embargo, a nuestro alrededor hay personas que no están en la situación de ciertos tibetanos o neopaganos. Ellos han oído hablar de las verdades de la fe cristiana, aunque sea en el catecismo de niños o en algún funeral de una tía vieja. Con todo, no creen. Una posibilidad es que simplemente Dios les haya negado ese don. Otra, más sencilla, es pensar que hay algunos obstáculos que les impiden acogerlo. Estos obstáculos no necesariamente dependen de ellos. En algún caso sí: un amigo mío (q. e. p. d.), que vivía en un país a muchos kilómetros de distancia, pasó en su vida períodos de creencia o agnosticismo que coincidían perfectamente con el grado de fidelidad matrimonial que presentaba. Pero no siempre las cosas son tan sencillas. A veces es una determinada educación, marcada por el cientificismo, o algunas indigestiones filosóficas padecidas en la adolescencia. Otras tienen que ver con los traumas que les ha dejado una instrucción religiosa inadecuada o, al menos, poco apta para su personal psicología. Todo esto es muy complicado y no somos los encargados de dar juicios definitivos, lo que no significa que omitamos prestar una ayuda a esas personas.
Pienso que hay tres formas muy concretas de prestar un apoyo a quienes pasan por esa situación.
La primera consiste en ayudarlos a descubrir si acaso hay en su conducta algo que objetivamente constituye un obstáculo para reconocer la divinidad y las exigencias que impone. En el caso de mi amigo, la cosa era bastante clara y el remedio muy identificable, aunque no siempre la gente quiera ponerlo en práctica.
La segunda consiste en animarlos a tomarse en serio sus preguntas y buscar la respuesta a las mismas. Esta respuesta puede ser trabajosa y supone estudio y diálogo. En ocasiones, más que contestar uno sus preguntas, habrá que estimularlos a que ellos mismos busquen la respuesta. El cristiano no es una «rokola», en donde uno encaja una pregunta y sale una respuesta de modo automático, al modo en que empieza una canción después de que alguien ha depositado una moneda. A veces hay gente que pregunta por el placer de preguntar. En ese caso, la cura que requieren no es una respuesta brillante, sino la indicación de una serie de libros (ojalá bien aburridos) que pueden leer para hallar una respuesta.
El filósofo letón Valdis Turins me contó una vez su experiencia con los escépticos. Se daba cuenta de que acudían a él como moscas, llenos de preguntas ingeniosas y objeciones sutiles. Cuando les daba una respuesta, se retiraban derrotados (¡no les interesaba una respuesta, sino ponerlo en aprietos, de lo contrario se habrían puesto contentos de encontrar una verdad!) Al día siguiente volvían con nuevos bríos y nuevas objeciones. Con el tiempo, se dio cuenta de que la mejor respuesta era el silencio. Además, en su caso, había una solución casi infalible. Como durante la época comunista los filósofos letones casi siempre tenían que pasar largas temporadas en la cárcel, ya que eran personajes ingratos para el régimen, sucede que esas personas, tarde o temprano, tendrían muchas horas disponibles para enfrentarse con sus preguntas en una celda solitaria. En esos casos, o se preocupaban de hallar ellos mismos una respuesta o enloquecían. Como el instinto de supervivencia suele ser más profundo que la vanidad, terminaban por abandonar el escepticismo.
La tercera ayuda es, a mi juicio, la más importante: animarlos a pedir auxilio, o sea, a rezar. Pero ¿cómo van a rezar a un Dios que ni siquiera saben si los oye? Exactamente así. Nadie está impedido de rezar como lo hacía ese trágico ateo: “Dios, si es que hay Dios, salva mi alma, si es que tengo alma”. Esto tiene varias ventajas. La primera tiene que ver con los creyentes, que de esa manera son apartados de la arrogancia de pensar que “ellos” son los encargados de llevar a la fe a los que no la tienen, cuando su misión, en el mejor de los casos, consiste en ayudarlos a despejar ciertos obstáculos. La segunda se relaciona con el hecho de que así la cuestión queda mejor centrada. En efecto, ya no se trata de si uno es o no una buena persona, sino de abrirse a una realidad que nos supera. Además, de paso elimina un obstáculo frecuente en los agnósticos. Ellos saben que son personas que están “en búsqueda”, lo que es verdad. Pero como en nuestro tiempo el hecho de estar en búsqueda tiene mucho más prestigio que el de haber encontrado, resulta muy fácil que se enamoren de su búsqueda y del halo prestigioso que la rodea, y se olviden de que esa búsqueda apunta a una meta, a Dios. Si lo encontrarán o no, es algo que ignoramos, pero sí es importante que sepan que la suya es una situación intermedia, que tarde o temprano debería llevar a reconocer que los creyentes son unos ilusos, o que los ateos han sido ciegos. Y si llegan a aceptar la existencia de Dios, concluirán que —si los deístas tienen razón— los adherentes al cristianismo están creyendo más cosas de las necesarias, es decir, son supersticiosos. En cambio, si el cristianismo está en lo cierto, habría que pensar que los deístas se están perdiendo algo importante.
Del libro: Una locura bastante razonable