Antes de pensar en el aborto y la manipulación genética, la ciencia médica debería orientar sus esfuerzos para encontrar terapias dirigidas a la vida prenatal.

Lo que la ciencia alcanza y nos permite ver de los primeros estadios de la vida humana, es realmente prodigioso. Nos muestra una secuencia de fotogramas que presenta a nuestros ojos la imagen de la vida naciente, de lo que cada uno de nosotros ha sido, ofreciéndonos la emoción de remontar el tiempo y de contemplar el milagro, incluso en el día mismo en el que traspasamos la frontera hacia nuestra propia existencia.

¿Pero tenemos ojos limpios, para ver? Cada uno de nosotros sabe que es único, diferente de cada otro hombre. Y sabe que cada otro hombre, diferente, es único. Ahora la ciencia nos permite ver que esta unicidad inconfundible empieza en la misma chispa inicial de la vida, y ya no cambia de identidad. Lo que nosotros somos, lo somos del principio al final, en el devenir de las estaciones del tiempo que nos es dado vivir, desde el primer desarrollo al crecimiento, a la madurez, a la senectud y al ocaso.

Pero reconocer esta verdad, enraizada en la más profunda y hasta instintiva certeza del ser (porque nunca mi «ser-me» puede en el tiempo consistir en otra cosa que en mi tautológica identidad) parece a veces sofocada por gafas de turbios cristales, y se elaboran alambicadas «distinciones» sobre el primer estadio de la vida embrionaria.

Usted también puede intuir el por qué de estos artificiosos problemas: se manosea el milagro de la vida. La vida ha venido a ser como un secreto desvelado, como una chispa robada a la naturaleza, que se deja encender en la probeta de los laboratorios; unas veces para que se desarrolle al fin humanamente en un regazo; pero otras también para ser congelada y puesta en conserva como materia de estudio, de experimentación, de material de desecho, y obtener el prodigio de las preciosas células estaminales.

Ante el escalofrío de tal violación del ser humano, se replica entonces que no hay ahí ser humano, que son días de franquicia para poseer aquel primer indiferente sustrato biológico, aquel grumo celular, aquella cosa, para parar así el golpe de la interpelación perentoria del derecho, que quiere por naturaleza proteger al ser humano de cualquier atentado.

Ya en el Comité Warnock, aquel de los famosos «14 días», salió a flote esta mistificación, al establecer los límites de una frontera ficticia, como si no concerniera a la presencia o ausencia de un ser humano, sino sólo al límite propuesto a la «tutela jurídica» de aquel ser, para evitar una descalificación mayor de la estrambótica regla. Hoy, la ciencia nos ayuda a entender más todavía la pregunta esencial, más allá de cualquier alambicado cristal o sofisma: nos ayuda a entender el «quién es» del embrión, en el momento mismo en que se manifiesta.

En la Declaración de los Docentes de las 5 facultades de Medicina y Cirugía de las universidades de Roma, promovedores del Congreso sobre el tema «El embrión como paciente» celebrado en la universidad de Roma «La Sapienza», se han hecho públicos los últimos descubrimientos sobre la vida embrionaria. Impresiona el estupendo finalismo de la naturaleza, que diseña la vida en un proyecto de absoluta unicidad de artista. En la vida no hay doble, cada una es una obra maestra irrepetible. Y el pincel de esta obra maestra lo tiene el embrión; es él quien engendra la catarata infinita de señales, transmitida de célula a célula, y dentro y fuera del entorno celular; señal de que «hay alguien» allí que lo pinta como es, que es una rigurosa unidad del ser en constante desarrollo en el tiempo y en el espacio.

El ciclo vital acontece en el diseño de la continuidad: nosotros podemos percibir las transiciones, estupefactos ante el proceso del milagro, mientras la obra de arte llena paulatinamente su espacio proyectual, y entender que no hay nunca interrupción; más bien la gradación del acontecimiento revela que existe un próvido surco, determinado intrínsecamente por el éxito de cada obra maestra «inventada». Y si un día nos fuera dado volver a reflexionar, en nuestra vida de adultos, sobre la relación entre finalismo y determinismo, entre creatividad y regla sapiencial, entre libertad y verdad y belleza, la contemplación de lo que ocurre en la vida naciente nos daría más que una pista para conducir a un puerto gozoso los enigmas de nuestras angustias, de nuestros dudosos extravíos de adultos.

Pero el Congreso de Roma se ha dedicado a un tema más específico, al embrión «enfermo». La solicitud por él, por su salud, por la salud del más pequeño de nosotros, no necesita comentario, en términos de deontología médica. A no ser, por el contraste que aparece por la comparación de los descubrimientos revelados, con la sombra que queda sobre el fondo de la costumbre, cuando asoma la antigua imagen del embrión como apéndice (portio viscerum) de la madre, y una visión de la salud de la maternidad como terreno de conflicto entre la nueva vida golpeada por enfermedad y la salud física y psíquica de la madre que quiere a un hijo sano. Deseo humanísimo, pero que desafía no ya a la medicina para que entregue a la madre a la desesperación de suprimir al hijo por razones terapéuticas o eugenesias (y aquí algún sobresalto nos sacude, si una jurisprudencia a la deriva va formulando teoremas absurdos sobre el «derecho a no nacer»), sino a refinar las técnicas, en prodigiosa evolución, de intervención terapéutica sobre el niño en embarazo: advirtiendo a la vez que hay una extraordinaria respuesta fetal a los medios farmacológicos y a las intervenciones ecoguidati capaces también de solucionar patologías graves. Se atisban metas posibles a las futuras terapias génicas dirigidas a la vida prenatal.

Este esfuerzo de la medicina al servicio de la vida humana en el estadio embrionario es en sí mismo bendito en nombre de la vida. Entre muchas noticias de muerte que llenan nuestras crónicas cotidianas, esta solicitud hacia la vida incipiente, por la cual todos nosotros hemos pasado, y que queda para el futuro del mundo, es una buena noticia. El Día por la Vida, que se celebra hoy en toda Italia, puede obtener de ello alegría y gratitud.