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Una de mis primeras experiencias con un empleo remunerado fue la de repartidor de periódicos. Para quienes no lo sepan, un repartidor solía ser un niño con bicicleta y dos alforjas de lona recargadas sobre el manubrio, lanzando periódicos en los jardines y porches a lo largo de una ruta específica.

Esquivar autos y pedalear más rápido que los perros territoriales eran riesgos ocupacionales. Pero había ventajas, y para mí la más grande era el día de la basura. En la jornada en que la gente tiraba cosas, yo estaba atento a nuevas adquisiciones. En mis recorridos llegué a casa con piezas de bicicleta, implementos deportivos y mi posesión más preciada: la cabeza disecada de un venado mula, algo maltrecha. Esa frágil taxidermia colgó en mi habitación por años hasta que mi madre finalmente insistió en que la arrojara a la basura para que otro cazador de tesoros la encontrara. Lo que para un hombre es basura puede ser un tesoro para otro, pero muchas veces la basura de uno es simplemente basura.

Para disgusto de mi esposa, aún tengo inclinación por la basura. Siempre que estamos en un viaje por carretera y veo un letrero de mercadillo, debo ejercitar una disciplina férrea para no tomar la salida.

Pero justo el domingo pasado, me quedé a mis anchas —o a mis vicios, si le preguntan a mi esposa— y visité un mercadillo en el valle. Sin supervisión adulta, pasé un par de horas recorriendo puesto tras puesto de todo tipo de cachivaches culturales, con algunos auténticos objetos antiguos entremezclados.

Fue una sobrecarga sensorial de desorden. Estuve tentado de comprar un cartel de cine de los años 50 y una “planta de aire” como ofrenda de amor para mi esposa, en caso de que me llevara el cartel. Había instrumentos musicales, ninguno de los cuales sé tocar, y una amplia variedad de muebles que parecían diseñados para contorsionistas. Salí de mi letargo cuando comencé a observar seriamente a la gente.

Quizá porque era domingo y venía fresco de la Misa de las 8 a.m., vi a ese grupo de habitantes del mercadillo como una especie de cuasigrupo de creyentes. Todos reunidos con un propósito singular, observando ciertos ritos y rubricas, y tuve la sensación de que muchos de ellos asistían semanalmente a los “servicios” del mercadillo en toda el área de Los Ángeles.

Era fácil distinguir a los “habituales”, sin importar la categoría demográfica. Había jóvenes hipsters atraídos por los objetos de arte y ropa más kitsch. Los más experimentados buscaban antigüedades específicas, muebles de mediados de siglo o arte popular. Cuando vi al hombre con la camiseta de The Doors que necesitaba un andador para moverse, pensé que era hora de irme.

No me fui completamente con las manos vacías. Ver a la gente hurgando en lo que otros consideraban basura me llevó no solo a mis propios días de rebusque como repartidor de periódicos, sino también a pensar en todos los artículos de segunda mano de los que nuestra familia dependía.

Las cosas usadas eran la norma en nuestro hogar. Con 10 hijos y el salario de un tendero, siempre tocaba un auto usado, generalmente una camioneta Ford Country Squire con tendencia a recalentar el radiador al intentar subir cargada de gente y un remolque lleno de equipo de campamento por la cuesta de Grapevine, afuera de Bakersfield.

La única ropa nueva que tuve de niño eran los pantalones de pana del uniforme escolar que recibía cada septiembre, me gustaran o no. Cuando se trataba de camisas “de vestir”, exigidas no por decreto papal sino por mis padres, gracias a mis seis hermanos mayores tenía un suministro interminable de camisas abotonadas de manga corta. En el mercadillo, esas mismas camisas pasadas de moda se vendían a un alto precio. ¿Quién hubiera pensado que yo era un gurú de la moda a los 10 años?

No éramos pobres. Éramos como tantas otras familias de nuestra parroquia en la Arquidiócesis de Los Ángeles en los años 60. La mayoría de los niños que conocía usaban ropa heredada y viajaban en camionetas familiares de dudosa confiabilidad. Tampoco eran pobres. Eran simplemente familias grandes con padres que sacrificaban cosas que no importaban realmente por las que sí lo hacían.

Tal vez todas las pinturas de toreros en terciopelo y retratos al óleo de payasos dignos de pesadilla hagan felices a los del mercadillo. Y tal vez el que yo no regresara a casa con aquel cartel de cine sea un progreso, pero agradezco ese paseo en solitario por recordarme todas las cosas que no necesito, y cuáles son las que realmente importa tener y conservar.

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Robert Brennan