David Cayley es un escritor y periodista de la televisión canadiense que ha desarrollado su carrera entrevistando y explicando las figuras de cristianos intelectuales notables, entre ellos Marshall McLuhan, Northrop Frye, George Grant y René Girard.
En su nuevo libro “Ivan Illich: An Intellectual Journey” (Penn State University Press, $42.75), Cayley nos ofrece los frutos de sus 32 años de relación con Illich como amigo y alumno suyo.
Ivan Illich (que no debe confundirse con el famoso personaje de Tolstoi, que tiene un nombre muy similar) fue —en los años 60 y 70— un sacerdote católico y un teórico social controvertido, cuyas ideas radicales apenas empiezan ahora a ser debidamente reconocidas.
Illich, un historiador de la Edad Media, vio que las instituciones del mundo moderno surgieron, en gran medida, a partir de la Iglesia Católica Romana temprana y medieval. Pero a lo largo del tiempo este proceso distorsionó y corrompió las enseñanzas originales e invirtió las virtudes y los valores de Cristo, transformando la hospitalidad en hospitales; el saber hacer, en educación, la atención médica en una mercancía y la muerte en una enfermedad.
Como consecuencia, los hombres y mujeres modernos han logrado impresionantes avances demográficos en cuanto a esperanza de vida y tasas de mortalidad, pero han perdido en autosuficiencia, integridad personal y fe religiosa.
Éstos, según la teoría de Illich, han sido reemplazados por la dependencia económica, el pensamiento colectivo y un sentido distorsionado de los derechos personales, lo que apoya la acertada expresión de Chesterton: “Vivimos en una época en la que es más difícil para un hombre libre crear un hogar de lo que para un asceta medieval lo era el prescindir de uno”.
Ésta puede parecer una opinión bastante escandalosa hasta que escuchamos con atención lo que Illich quiso realmente decir al emitir este juicio. Illich, a quien la izquierda liberal rechazó por liberal y de quien la extrema derecha —falsamente— se apropió, se veía a sí mismo como portador de la buena nueva del evangelio para causar una diferencia en las múltiples crisis que afligen a nuestras instituciones, las cuales van desde la iglesia hasta la escuela y el gobierno.
Para él, el camino a seguir era hacia atrás, volviendo a las virtudes originales que precedieron a la modernidad y que moldearon y definieron tanto a la civilización clásica como a la síntesis medieval.
La seria inmersión de Cayley en la vida de Illich como crítico cultural y activista social es profunda: una inmersión de 560 páginas de profundidad, para ser precisos. Para Cayley, que publicó póstumamente una serie de entrevistas realizadas a finales de la vida de Illich en 2005, es la última contribución valiosa con respecto a una figura cuyas ideas radicales no fueron bien entendidas en un principio.
Ahora podemos ver las fuentes cristianas de las opiniones de Illich. Y eso, sin mencionar que gran parte de lo que Illich nos advirtió se ha vuelto realidad, ¡inclusive nuestra creciente incapacidad para comprender lo que nos ha sucedido!
Consideremos, por ejemplo, el más desafortunado libro de Illich, “De-Schooling Society” (Desescolarizando a la sociedad) (1971). Por absurdo que pueda (todavía) sonar ese título para aquellos de entre nosotros que dependemos de las escuelas para ayudar a criar a nuestros hijos y para prepararlos para laborar en sitios de trabajo cada vez más tecnológicos y profesionalizados, la educación pública debe asumir por lo menos cierta responsabilidad en lo que respecta a nuestra creciente dependencia del pensamiento referido (también conocido como “el no pensamiento de las ideas recibidas”) que nos hace tan vulnerables ante los demagogos, que incluyen la confusión de las llamadas automáticas y las extorsiones de los teóricos de la conspiración.
Nuestras autoridades están siendo reemplazadas, cada vez con mayor frecuencia, por “personas influyentes” de las redes sociales, por artistas y animadores, por ideas surgidas de modas pasajeras, por reflexiones proveniente de la distracción y por una fe basada en un falso optimismo.
Pero Illich no sólo estaba diciendo que los estándares han decaído o que los valores han cambiado. Su crítica de la modernidad va mucho más allá. Nuestra manera de pensar y las palabras que utilizamos para pensar han sido tan corrompidas por las nuevas disciplinas y sistemas que su significado común ya no nos ofrece un modo de desvincularnos de las ideologías dentro de las cuales se han llegado a enraizar. Trate de hablar con el superintendente de una escuela acerca de un programa, o con un político sobre la legislación sin usar el lenguaje técnico y le será imposible abordarlos.
El lema de Illich “la corrupción de lo mejor es lo peor” se aplica tanto a la Iglesia como a cualquier otra institución moderna. Ya podemos darnos cuenta de que nuestra cultura está cada vez más “desvinculada de la Iglesia”, o, más bien, vemos que las iglesias están siendo reemplazadas por rituales seculares y por modalidades de culto, que van desde los eventos deportivos hasta los eventos gastronómicos y hasta la idolatría de las celebridades.
La nueva forma de la profecía cristiana —dice Illich— se ha transferido a la amistad: a la honestidad en la comunicación de uno con otro, de corazón a corazón, de amigo a amigo.
Tengo que admitir aquí que no le estoy haciendo justicia a Illich como autor ni a la “chispa” de su prosa, ni tampoco a la cuidadosa elocuencia del análisis de Cayley. Como amigo de Illich, el libro de Cayley continúa y, en muchos sentidos, completa la inspiración que Illich no tuvo tiempo de desarrollar y explicar completamente en su relativamente corta vida.
Nacido en una mansión Art Deco de Viena y habiendo crecido con cuatro idiomas diferentes como lengua materna, Illich tuvo que exiliarse de Europa durante la Segunda Guerra Mundial y terminó en los barrios bajos de Nueva York y, más tarde, en comunas de México y Puerto Rico.
Al verlo en una entrevista que le hizo un periodista francés en YouTube, Illich aparece como un hombre encantador, humilde y modesto. Por momentos me costó trabajo creer lo que oía cuando lo escuché proponer ahí ideas sorprendentemente radicales y liberadoras.
Ésta es la razón por la que el libro de Cayley es tan necesario: porque es importante para nosotros saber quién fue Illich y lo que realmente pensó antes de que su notable ingenio sea distorsionado nuevamente por aquellos que tienen una comprensión superficial de sus ideas y que no lo conocieron personalmente.
El exgobernador de California (y antiguo seminarista jesuita) Jerry Brown describió a Illich, que fue amigo y consejero suyo, como una persona que “no era el intelectual típico”.
“Su base”, nos dice Brown, “no era la academia y su trabajo no forma parte de un plan de estudios aprobado. No emitió manifiestos, y sus escritos, completamente originales, confunden y aclaran a la vez al ir analizando una suposición moderna tras otra. Él es radical en el sentido más fundamental de la palabra y no es, por lo tanto, bienvenido en ninguna lista de lecturas”.
Seguramente que la nueva apreciación magistral de David Cayley ayudará a corregir esta falta de hospitalidad.