San Agustín (Dominio público vía Wikimedia Commons)
Las divisiones políticas tienen a los parlamentos paralizados —no solo en Estados Unidos, sino también en Europa, donde los movimientos populistas ganan terreno.
En un encuentro con legisladores católicos el 23 de agosto, el Papa León XIV propuso un camino a seguir: mirar hacia atrás.
El pontífice habló en el Vaticano ante más de 200 miembros de la Red Internacional de Legisladores Católicos: “Para encontrar nuestro lugar en las circunstancias actuales —especialmente ustedes, como legisladores católicos y líderes políticos— sugiero que miremos al pasado, a esa figura colosal de San Agustín de Hipona”.
Continuó: “Como una de las principales voces de la Iglesia en la era romana tardía, fue testigo de inmensas convulsiones y de la desintegración social. En respuesta, escribió ‘La Ciudad de Dios’, una obra que ofrece una visión de esperanza, una visión de sentido que aún puede hablarnos hoy”.
Compuesta en el siglo V, “La Ciudad de Dios” es una obra monumental, escrita para orientar a un mundo en colapso y pánico social.
Quizás fue coincidencia, pero León dio este consejo en la víspera del 1,615 aniversario del acontecimiento que desató ese pánico: el saqueo de Roma por los visigodos en 410.
Las ruinas romanas de la antigua ciudad de Hipona con la Iglesia de San Agustín al fondo, en Annaba, Argelia. (Shutterstock)
La noticia viajó miles de millas, únicamente de boca en boca, hasta los rincones más lejanos del imperio. Lo imposible había ocurrido: Roma, la capital del mundo, había sido invadida y saqueada, sus riquezas llevadas junto con rehenes de la aristocracia y de la propia familia del emperador.
Desde su monasterio en Tierra Santa, San Jerónimo escribió: “La voz se me corta en la garganta; y, mientras dicto, los sollozos ahogan mi alocución. La ciudad que había conquistado el mundo entero fue conquistada ella misma”.
Para muchos cristianos, la idea era impensable. Roma, tras siglos de perseguir a los cristianos, se había convertido en cristiana en el año 313. Obispos como Eusebio de Cesarea explicaban que el imperio cristiano había sido predestinado por Dios como medio de unidad mundial, paz y salvación.
Ahora esa esperanza cristiana se desvanecía, y los aristócratas paganos se apresuraban a culpar a los cristianos por el desastre. Un aristócrata llamado Volusiano argumentaba públicamente que el cristianismo no funcionaba en el mundo real. Por ejemplo, decía que era una locura que los estados y ejércitos pusieran la otra mejilla, como mandó Jesús, y que no devolvieran mal por mal (cf. 1 Pedro 3:9).
Algunos cristianos comenzaron a tambalear en su fe, y un funcionario romano llamado Marcelino escribió a un amigo en África pidiendo ayuda para responder a esta crisis espiritual. Su amigo era el obispo de Hipona Regio, una ciudad portuaria en lo que hoy es Argelia, y su nombre era Agustín.
San Agustín pasaría los siguientes 14 años escribiendo su extensa respuesta. Marcelino probablemente esperaba una carta con el esbozo de un contraargumento. Lo que Agustín produjo fue su libro más extenso, con unas 250,000 palabras en la traducción al inglés. La mayoría de los estudiosos considera que “La Ciudad de Dios”, junto con su autobiografía, “Las Confesiones”, representan la obra más grande y característica del santo.
El Papa León XIV habla a miembros de la Red Internacional de Legisladores Católicos durante la peregrinación jubilar en el Aula Clementina del Palacio Apostólico Vaticano, el 23 de agosto de 2025. (CNS/Vatican Media)
El resultado final (que Marcelino no vivió lo suficiente para leer) es una exploración exhaustiva de la relación del cristianismo con el Estado y la sociedad.
Al recomendar el libro a los legisladores, León resumió su mensaje.
Agustín enseñó, dijo el pontífice, que “dentro de la historia humana, dos ‘ciudades’ están entrelazadas: la Ciudad del Hombre y la Ciudad de Dios. Estas significan realidades espirituales: dos orientaciones del corazón humano y, por lo tanto, de la civilización humana”.
La Ciudad del Hombre, explicó, “construida sobre el orgullo y el amor propio, se caracteriza por la búsqueda del poder, el prestigio y el placer”. La Ciudad de Dios, “construida sobre el amor a Dios hasta el olvido de sí mismo, se caracteriza por la justicia, la caridad y la humildad”.
Según León, Agustín “animaba a los cristianos a impregnar la sociedad terrena con los valores del reino de Dios, dirigiendo así la historia hacia su cumplimiento final en Dios, al mismo tiempo que permitía un auténtico florecimiento humano en esta vida”.
Esto no es un dualismo simplista. Agustín no dividió el mundo entre “buenos” cristianos y “malos” paganos. Tampoco opuso lo “sagrado” a lo “secular”.
Agustín insistía: “Estas dos ciudades están entrelazadas en este mundo y mezcladas hasta que el juicio final provoque su separación”.
San Agustín está representado en un mural de azulejos de Isabel y Edith Piczek en la iglesia Our Mother of Good Counsel en Los Feliz. (Pablo Kay)
En el transcurso de su obra examinó la historia romana, tomando frecuentes desvíos por la literatura, la filosofía y la mitología para exponer su punto.
Notó que la fortuna de Roma —en su periodo clásico y pagano— había subido y caído. Así, el éxito mundano es pasajero y no indica de manera clara si una religión es verdadera o falsa.
También citó ocasiones en las que héroes y emperadores paganos de Roma habían mostrado misericordia en lugar de severidad, y prosperaron como resultado. Las virtudes que Volusiano asociaba con la “debilidad” cristiana habían demostrado ser fortalezas cuando las ejercieron los paganos.
Para Agustín, las poblaciones de las dos ciudades no podían discernirse simplemente por la afiliación religiosa. Escribió: “Mientras sea extranjera en el mundo, la ciudad de Dios tiene en su comunión, y unidos a ella por los sacramentos, a algunos que no habitarán eternamente en la suerte de los santos”. Hay quienes recitan el credo cristiano, pero actúan con maldad. “A estos hombres los pueden ver hoy abarrotando las iglesias con nosotros, mañana atestando los teatros con los impíos”.
Por otro lado, entre los “enemigos declarados” del cristianismo hay personas virtuosas, “desconocidas para sí mismas, destinadas a convertirse en nuestros amigos”.
Estos principios fundamentales llevaron a Agustín a aconsejar la caridad universal en las decisiones prudenciales sobre la vida política y social. Los cristianos podían encontrar a sus mejores aliados en lugares inesperados. Y podían descubrir que sus enemigos más peligrosos compartían su banca en la iglesia el domingo.
Las cosas no siempre son lo que parecen en este mundo donde las dos ciudades están mezcladas. Ni los acontecimientos son fáciles de juzgar. Una catástrofe como la caída de Roma —con todo su sufrimiento y dolor— es menos significativa que la pérdida de una sola alma (cf. Marcos 8:36). Los de la Ciudad del Hombre pueden experimentar tales calamidades como castigos. Pero los de la Ciudad de Dios las soportan como purificación. En tales crisis, se forman grandes santos y se manifiestan grandes pecadores. San Agustín recurre a menudo a la seguridad de San Pablo de que “en todo coopera Dios para el bien de los que lo aman, que han sido llamados según su designio” (Romanos 8:28).
Para Agustín, los líderes católicos son mejores líderes cuando son mejores católicos, y los líderes paganos actúan mejor cuando son más semejantes a Cristo. Puede parecer contraintuitivo mostrar misericordia en lugar de severidad; pero la historia demuestra que es el mejor camino.
Todo depende de lo que un político (o cualquier ciudadano) elija como amor supremo. Si es algo menos que Dios —si es solo la gloria de una nación, por ejemplo— llevará eventualmente al mal. Agustín preguntaba con fama: “Quitada la justicia, ¿qué son los reinos sino grandes latrocinios? ¿Y qué son los latrocinios sino pequeños reinos?”.
Un grabado en madera de finales del siglo XV del artista alemán Johann Amerbach que muestra a San Agustín escribiendo “La Ciudad de Dios”. (Wikimedia Commons)
León ve claramente en la caída de Roma un espejo distante que refleja las crisis actuales de la sociedad. Más aún, ve en la gran obra de Agustín un manual de liderazgo eficaz en tiempos peligrosos.
Dijo a los miembros de la Red Internacional de Legisladores Católicos: “Esta visión teológica puede anclarnos frente a las corrientes cambiantes de hoy: la aparición de nuevos centros de gravedad, el cambio de viejas alianzas y la influencia sin precedentes de las corporaciones y tecnologías globales, sin mencionar numerosos conflictos violentos”.
Continuó: “El futuro del florecimiento humano depende de qué ‘amor’ elijamos para organizar nuestra sociedad: un amor egoísta, el amor a uno mismo, o el amor a Dios y al prójimo”.
Al comienzo de su pontificado, León se declaró “hijo de San Agustín”. También se comprometió a promover el “tesoro” de la doctrina social de la Iglesia. Para un papa agustino, esa enseñanza tiene su origen en el Evangelio, pero encuentra una interpretación autorizada en “La Ciudad de Dios”.
Ese gran libro —junto con la otra obra maestra de Agustín, “Las Confesiones”— probablemente será la clave para comprender el pontificado de León. Una describe la conversión de un gran santo. La otra, usando los mismos principios, describe la transformación de todo el mundo.