Read in English

La presencia de Dios dentro de nosotros y en nuestro mundo rara vez es dramática, abrumadora, sensacional o imposible de ignorar. Dios no obra así. Más bien, la presencia de Dios yace silenciosa y aparentemente indefensa dentro de nosotros. Rara vez hace un gran ruido.

Deberíamos saberlo desde la manera en que Dios nació en nuestro mundo. Jesús, como sabemos, nació sin fanfarrias ni poder, un bebé acostado indefenso en el heno, un niño más entre millones. Nada espectacular a los ojos humanos rodeó su nacimiento. Luego, durante su ministerio, nunca realizó milagros para probar su divinidad, sino solo como actos de compasión o para revelar algo sobre Dios. Su ministerio, como su nacimiento, no fue un intento de demostrar su divinidad o probar la existencia de Dios. Más bien, intentaba enseñarnos cómo es Dios y cómo nos ama incondicionalmente.

En esencia, la enseñanza de Jesús sobre la presencia de Dios en nuestras vidas deja claro que esta presencia es en su mayoría silenciosa y subterránea, una planta que crece en silencio mientras dormimos, la levadura que fermenta la masa de un modo oculto a nuestros ojos, la primavera que lentamente vuelve verde un árbol estéril, una insignificante semilla de mostaza que eventualmente nos sorprende con su crecimiento, un hombre o una mujer perdonando a un enemigo. Dios actúa de maneras aparentemente ocultas y que pueden pasar desapercibidas. El Dios que encarna Jesús no es dramático ni llamativo.

Y hay una lección importante en eso. Dicho simplemente, Dios yace dentro de nosotros, muy dentro, pero de una manera casi imperceptible, a menudo inadvertida y que fácilmente podemos ignorar. Sin embargo, aunque esa presencia nunca abruma, lleva dentro un imperativo suave, constante, una fuerza que nos invita a recurrir a ella. Y si lo hacemos, brota en nosotros como un manantial infinito que instruye, nutre y nos llena de vida y energía.

Esto es importante para comprender cómo Dios está presente dentro de nosotros. Dios está dentro de nosotros como una invitación que siempre respeta nuestra libertad y nunca nos sobrepasa, pero que tampoco desaparece. Permanece ahí precisamente como un bebé indefenso en el heno, llamándonos suavemente, pero incapaz por sí mismo de obligarnos a tomarlo en brazos.

Por ejemplo, C. S. Lewis compartió esto al explicar por qué, pese a una fuerte resistencia afectiva e intelectual, acabó convirtiéndose en cristiano (“el converso más reacio en la historia de la cristiandad”). Se volvió creyente, dijo, porque finalmente no pudo ignorar una voz silenciosa pero persistente dentro de él que, al ser suave y respetuosa de su libertad, pudo ignorar durante mucho tiempo. Pero nunca desapareció.

Con el tiempo comprendió que siempre había estado allí como un llamado insistente, invitándolo a acudir a ella, un imperativo suave pero inquebrantable, una “compulsión” que, si se obedecía, conducía a la liberación.

Ruth Burrows, la carmelita y mística británica, describió una experiencia similar. En su autobiografía Before the Living God (HiddenSpring, $22.40), narra su adolescencia y cómo entonces pensaba poco en la religión y la fe. Sin embargo, terminó no solo tomándose en serio la vida religiosa, sino convirtiéndose en carmelita y en una destacada escritora espiritual. ¿Qué ocurrió?

A raíz de una serie de circunstancias accidentales, un día se encontró en una capilla donde, casi contra su voluntad consciente, se abrió a una voz interior que hasta entonces había ignorado, precisamente porque nunca había forzado su libertad. Pero una vez tocada, brotó en ella como lo más profundo y real que llevaba dentro y marcó la dirección de su vida para siempre.

Al igual que Lewis, una vez que se abrió a ella, sintió esa voz como una compulsión moral inquebrantable que la conducía a la liberación definitiva.

Esto también es verdad para mí. Cuando tenía 17 años y estaba terminando la escuela secundaria, no tenía ningún deseo natural de convertirme en sacerdote católico. Pero, pese a una fuerte resistencia interior, sentí el llamado a entrar a una orden religiosa y ser sacerdote. A pesar de esa resistencia, obedecí ese llamado, esa compulsión. Ahora, 60 años después, veo esa decisión como la más clara, desinteresada, basada en la fe y llena de vida que he tomado. Podría haber ignorado ese llamado. Estoy eternamente agradecido de no haberlo hecho.

Frederick Buechner sugiere que Dios está presente en nosotros como una presencia subterránea de gracia. La gracia de Dios “está bajo la superficie; no está ahí como una banda de música anunciándose, pero llega y toca, y actúa de maneras que nos dejan libres para no notarla siquiera o para retirarnos de ella”.

Dios nunca intenta abrumarnos. Más que nadie, Dios respeta nuestra libertad. Dios está en todas partes, dentro y alrededor de nosotros, casi imperceptible, en gran parte inadvertido y fácilmente ignorado, un empujón suave y silencioso; pero, si recurrimos a Él, el manantial definitivo de amor y vida.