La Iglesia siempre es joven ya que en toda época se renueva en el Espíritu con cada generación.
Reflexionaba yo sobre eso al ver el maravilloso espectáculo que ofrecían los 1,5 millones de jóvenes que oraban y alababan a Dios en compañía del Papa Francisco, durante la Jornada Mundial de la Juventud que tuvo lugar en Lisboa, Portugal.
Hubo muchos jóvenes de nuestras parroquias que peregrinaron a Lisboa para acompañar al Santo Padre allá.
Y más de 700 personas me acompañaron aquí en Los Ángeles en nuestra conferencia anual para adolescentes, Ciudad de los Santos, que se llevó a cabo en UCLA. Fue un fin de semana verdaderamente feliz y glorioso.
Dirigí una procesión eucarística con nuestros jóvenes a través del campus de UCLA, para celebrar el gozo que conlleva nuestra misión de revelarle a Jesús a nuestro mundo. Tuvimos un tiempo de adoración eucarística para ofrecerle alabanzas a Jesús y para presentarle nuestras oraciones por nuestras familias y por el mundo.
Invitamos también a nuestros jóvenes a describir en las redes sociales el amor que experimentan por la Misa, y hubo también un tiempo para la diversión, durante el cual compartimos nuestro amor a Jesús.
Siempre que paso un tiempo en compañía de nuestros jóvenes salgo de ahí lleno de esperanza por el futuro de la Iglesia.
En una cultura basada en la tecnología y en una infinidad de medios de comunicación, en la cual se nos habla de que la felicidad consiste en tener muchas cosas y seguir un estilo de vida basado en el entretenimiento y el placer, nuestros jóvenes saben que en la vida hay muchas cosas más.
Nuestros jóvenes entienden que fueron creados para mejores cosas, para la santidad, para lo que San Pablo llamó “la gloriosa libertad de los hijos de Dios”.
La misión de la Iglesia es caminar con ellos y revelarles que existe “algo más”, esas mejores cosas para las que Dios los destinó.
En la Providencia de Dios, tanto la Jornada Mundial de la Juventud como la Ciudad de los Santos cayeron este año en la fiesta de la Transfiguración.
En la Transfiguración está la respuesta a todas las grandes preguntas: ¿Qué significa nuestra vida? ¿Para qué estamos aquí y por qué? ¿Hacia dónde se dirige todo?
La respuesta es que fuimos creados para ser transfigurados, así como Jesús, que se transformó en la cima de aquella montaña, mostrando un rostro resplandeciente como el sol y unas vestiduras que irradiaban una luz blanca y deslumbrante.
Jesús nos ama como somos, pero nunca nos deja en el sitio en el que estamos. Él siempre nos está llamando a subir más alto, a llegar a ser los hombres y las mujeres que Él nos destinó a ser, de acuerdo al plan que tiene para nuestras vidas.
En los Evangelios, Jesús usa la palabra “arrepentimiento”. Esto es un llamado para cambiar, para ser transformados —para ser transfigurados— de acuerdo con su imagen.
El Catecismo dice: “La vocación de la humanidad es manifestar la imagen de Dios y ser transformada a imagen del Hijo Único del Padre”.
La palabra clave aquí es “vocación”. Eso significa que nuestras vidas tienen este propósito, este llamado, este destino. Fuimos creados para ser transformados a imagen de Él, para asemejarnos cada vez más a Jesús.
San Pablo dijo: “En cambio, nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos la gloria del Señor como un espejo, nos vamos transformando en su imagen, cada vez más gloriosa”.
Esta es la promesa que Jesús nos hace a cada uno de nosotros, la promesa que estamos llamados a compartir con nuestros jóvenes.
En toda época y en toda sociedad, creer es un desafío.
En esta época nuestra de la ciencia y la tecnología, los jóvenes —y todos nosotros— nos enfrentamos con varias preguntas: ¿Fue realmente Dios quien creó el mundo? ¿Nos creó Él verdaderamente a nosotros? ¿Realmente entró Él a nuestra historia y vivió como un hombre entre nosotros? ¿Cómo podemos saber que todo esto es verdaderamente cierto?
Sólo existe una respuesta para esto.
Al final de la historia de la Transfiguración, los apóstoles estaban, rostro en tierra, abrumados por lo que habían visto y oído.
El Evangelio dice: “Alzando entonces los ojos, ya no vieron a nadie más que a Jesús”.
Solo Jesús puede revelarnos la verdad sobre nuestras vidas. Sólo Él puede mostrarnos el camino que conduce a la felicidad y al cielo. Nadie más conoce esa respuesta. Nadie más conoce el camino.
Ése es el mensaje que debemos comunicarle a nuestros jóvenes: que fue por amor que Jesús nos creó a cada uno y también por amor murió por cada uno de nosotros. Y que ahora Él desea caminar a nuestro lado, ser nuestro amigo —nuestro mejor amigo— nuestro compañero, a lo largo del recorrido de nuestra vida.
Solo su camino es verdadero, y en ese lugar al que conduce este camino no existe nada más que el amor, ese amor que no tiene fin.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Que nuestra santísima madre María nos ayude a todos a ser transformados de manera de asemejarnos cada vez más a su Hijo. Y que ella nos ayude a ser siempre buenos testigos y guías fieles para nuestros jóvenes en su búsqueda de Jesús y de la verdad de su vida.