Felicity Jones y Joel Edgerton en "Train Dreams". (©2025 Netflix vía IMDB)
Si querés causar impresión en la fiesta de Navidad de este año, anunciá que lamentás que Hollywood haya dejado de hacer películas para adultos después de 1980.
Antes de que la anfitriona te golpee con la tabla de fiambres, agregá la aclaración de que por “películas para adultos” te referís a películas sobre adultos y para adultos. Cuando parezca que aun así podría atacarte con el cucharón del ponche, explicá además cómo la llegada del gran estreno veraniego y de los estrenos en fines de semana largos de tres días recalibró la maquinaria de Hollywood, creando la industria de las películas “evento”. El resultado ha sido la producción en masa de cientos de películas de superhéroes, fantasía de ciencia ficción y otras cintas de acción desbordadas que desafían la gravedad, la lógica y la credulidad.
La respuesta a esto fue una industria artesanal de pequeñas películas independientes, y por eso hoy la mayoría de las películas nominadas al Oscar a Mejor Película son filmes con audiencias diminutas y de nicho, que la mayoría de quienes miran la ceremonia por televisión nunca ha oído nombrar.
Extraño aquellos tiempos en que las películas “grandes” venían acompañadas de ideas elevadas, grandes valores de producción y grandes actuaciones. Ahora parece que las grandes producciones de Hollywood deben incluir al menos un robot o una computadora con inteligencia artificial desquiciada, o una trama envuelta en alguna conspiración internacional gigantesca que todo el mundo parece conocer, excepto el protagonista.
No es imposible, sin embargo, encontrar películas pequeñas con temas adultos. Gracias al mundo revolucionario del streaming, los productores pueden ganarse la vida haciendo películas que ve poca gente, pero que ganan premios y prestigio. El problema es encontrar una de esas películas que no agreda las sensibilidades católicas.
La película de Netflix “Train Dreams” no trata realmente sobre trenes, ni sobre sueños, para el caso. El protagonista no vuela, no viene de otro planeta, ni posee un secreto diabólico que deba revelar al mundo antes de que sea demasiado tarde. Es simplemente un ser humano varón certificado, con anhelos y esperanza, y con la necesidad de completarse en una unión matrimonial. No es precisamente el material de “Transformers VIII”, pero sí una película de profunda simplicidad y delicadeza, envuelta en una realidad casi onírica.
La historia se sitúa en el noroeste de Estados Unidos, a comienzos del siglo XX, y el hombre trabaja con sus manos. Lo vemos empuñar hachas y empujar y tirar de una enorme sierra manual diseñada para dos personas, mientras construye puentes ferroviarios y provee la materia prima que ayudaría a edificar la América del siglo XX. Eso es algo “grande”, pero ocurre a partir del trabajo y la vida de muchas personas “pequeñas”, cuyas existencias cotidianas harían bostezar a cualquier ejecutivo de un estudio.
Y esos son nuestros protagonistas en esta película: un hombre sencillo y una mujer sencilla. Se conocen en la iglesia. Se enamoran. Tienen una hija. Casi puedo escuchar la conversación en la cafetería del estudio sobre lo extraña que sonaría una trama así. Con sus habilidades artesanales, el hombre construye una casa modesta cerca de un río. El hombre y la mujer viven una relación simbiótica, como la de la mayoría de los matrimonios anteriores a la Revolución Industrial.
La mujer no salía del hogar… y el marido tampoco, salvo cuando estaba en el campo arando, sembrando o cosechando. Si hay un villano en esta historia, bien podría ser la revolución mecánica que sacó a los hombres de sus casas y los alejó de sus familias. Ese es un punto central de la trama, ya que el hombre debe pasar largos períodos lejos de casa trabajando como leñador para poder mantener justamente a la familia que tanto extraña.
Las largas separaciones del hombre respecto de su familia son dolorosas; las escenas de sus regresos, profundamente gozosas. La pareja sueña con el día en que él ya no tenga que irse con tanta frecuencia, y ese sueño se transforma en una estrategia acordada para abrir su propio aserradero cerca de casa. Para hacer realidad ese sueño, el esposo debe aceptar un último gran trabajo para reunir el capital necesario.
Puede que esta película no incluya una invasión alienígena, pero en “Train Dreams” pasan muchas cosas. Solo que ocurren al ritmo cadencioso de personas comunes viviendo vidas comunes. Hay una quietud en la película, subrayada por el vínculo amoroso entre dos esposos que transitan la vida en la misma sintonía. Como en todo buen arte, hay conflicto y, sí, también hay tragedia.
“Train Dreams” podría haber optado por la salida fácil, y hay un momento hacia el final en el que uno se deja tentar por la idea de que se acerca un final “hollywoodense”. Pero los realizadores resistieron esa tentación y, al hacerlo, sacaron al espectador de su sueño para devolverlo al mundo adulto, donde los finales nunca son tan definitivos en un sentido o en otro.
Esta pequeña película sobre personas “pequeñas” celebra la singularidad y el valor inherente de cada ser humano, sin importar cuál sea su suerte en la vida. Y si Dios siente cada vez que un gorrión cae al suelo, imaginemos cómo se siente ante un hombre y una mujer que se aman y aman a su hija, mientras recorren juntos este valle de lágrimas.