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¿Quién es la verdadera herramienta cuando se trata de la tecnología?

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Nos demos cuenta o no, la invasión de la tecnología en nuestras experiencias humanas esenciales avanza a un ritmo vertiginoso. Con la llegada de la inteligencia artificial, el fenómeno se encamina hacia un crecimiento exponencial.

Ya sea que el objetivo sea crear niños con ciertos rasgos, borrar las diferencias sexuales o usar agentes de IA para reemplazar a compañeros reales, los “avances” científicos están cambiando fundamentalmente cómo vivimos y nos relacionamos. El tejido mismo de nuestra ecología humana está siendo retejido en millones de laboratorios y salas de juntas en todo el mundo. Algunos resultados prometen ser desastrosos.

Como sociedad, necesitamos desesperadamente un examen del uso adecuado de la tecnología. Pero no deberíamos esperar que los tecno-optimistas que conducen alegremente el experimento se detengan a considerar las inmensas implicaciones de su trabajo. No, esta tarea puede recaer en la Iglesia católica, con su larga tradición de recordar a hombres y mujeres las verdades morales, éticas y teológicas mientras avanzan apresuradamente por los emocionantes caminos ramificados de la historia.

Reflexionar sobre la relación del hombre con la tecnología es reflexionar sobre su naturaleza esencial, ya que el uso de herramientas es un rasgo inextricablemente humano. Ser humano es navegar nuestro entorno con una herramienta en la mano, ya sea un hacha afilada o una calculadora científica. ¿Cuándo usamos las herramientas de forma adecuada (prevenir enfermedades infantiles) o monstruosa (producir y destruir a nuestros propios hijos en laboratorios)? Una guía inteligente fue ofrecida por el Papa Francisco en su encíclica sobre el medioambiente.

En Laudato Si’ (“Alabado seas”), el Papa Francisco advirtió sobre caer en una cosmovisión que llamó “paradigma tecnocrático”, en la que los logros tecnológicos tienen prioridad sobre todo lo demás. Puede verse esta tendencia en los tecno-optimistas y sus patrocinadores, que abordan los problemas sin reconocer restricciones morales, ignorando dimensiones espirituales y sociales más profundas.

Para ellos, la tecnología es una solución universal y la naturaleza algo que debe ser dominado. Su objetivo es un futuro en el que el dominio del hombre sobre su entorno sea completo.

Este antropocentrismo descontrolado tiene graves implicaciones. Promueve la explotación de la naturaleza por encima del cuidado responsable de la creación de Dios, fomentando una “cultura del descarte” que descarta personas y recursos.

Pone la tecnología al servicio de la voluntad humana individual de placer, poder y lucro, en lugar de al servicio del bien común. Trata a los seres vivos como “meras cosas” sujetas a una “manipulación sin límites”, haciendo de la vida humana un producto en vez de un don invaluable. Crea un paisaje utilitarista en el que los ideales sociales valen más que las personas. Margina a los vulnerables, aplasta a los pobres que no pueden acceder a sus beneficios y destruye la solidaridad al priorizar la autonomía individual.

El error central aquí es malinterpretar el propósito de la tecnología. Cuando un hombre toma un hacha debe usarla de manera responsable, ética y moral. Lo mismo aplica a su generador de agentes de IA o a las hormonas que usa para modificar los cuerpos de los adolescentes. Debe respetar los límites naturales que nos mantienen, personal y colectivamente como especie, florecientes, conectados, enraizados y saludables, incluso cuando esos límites parecen irritar nuestra voluntad.

En otras palabras, debe preservar lo que el Papa Francisco llamó “ecología integral”, que es “inseparable del bien común”. El bien común entendido como “la suma de aquellas condiciones de la vida social que permiten tanto a los grupos sociales como a sus miembros individuales un acceso pleno y listo a su propia realización”.

Ayuda aplicar estos conceptos a algo relativamente simple: la creación y selección de embriones. La pareja que anhela un hijo y se siente deslumbrada por la tentación de escoger el embrión que mejor se ajusta a sus expectativas tendrá dificultades para negarse a esa tecnología.

Pero estas prácticas violan gravemente una ecología integral. Alteran el orden natural al convertir un acto sagrado vinculado a la unión matrimonial (la procreación) en un procedimiento de laboratorio, y a los hijos en productos. La fiebre consumista en torno a la fecundación in vitro (con ingresos anuales en EE.UU. de más de 5 mil millones de dólares y en aumento) alienta a las jóvenes a postergar la maternidad en favor de un “rescate” tecnológico más adelante en la vida.

La selección costosa de embriones reservará a los descendientes “mejorados” para los ricos, creando una división genética entre ricos y pobres. Producirá una cultura en la que solo ciertos rasgos son valorados, marginando a quienes optan por no participar o no pueden acceder. En un mundo en el que los ricos conciben “bebés perfectos” en un laboratorio, ¿cuál será la tolerancia de la sociedad hacia los niños discapacitados nacidos de padres pobres? ¿Sobrevivirán la caridad y la paciencia?

El futuro ya está aquí, a punto de estallar desde un laboratorio en Palo Alto y transformando ya la experiencia escolar y en línea de sus hijos. ¿Quién les dirá —y nos recordará— que Dios nos dio nuestras capacidades tecnológicas para cumplir con su plan divino, no para inventar nuestros propios planes sobre la marcha?

Los inventos e innovaciones deben estar orientados al bien común del que habló el Papa Francisco. Si atendemos a su consejo, el futuro podría parecerse más al reino de Dios que a los febriles sueños de una humanidad caída y débil.

Grazie Pozo Christie
La Dra. Grazie Pozo Christie ha escrito para USA TODAY, National Review, The Washington Post y The New York Times. Vive con su marido y sus cinco hijos en el área de Miami.
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Grazie Pozo Christie

La Dra. Grazie Pozo Christie ha escrito para USA TODAY, National Review, The Washington Post y The New York Times. Vive con su marido y sus cinco hijos en el área de Miami.

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