Jeff Goldblum en la película de 1986 “The Fly”. (IMDB)
A medida que se acerca Halloween, me ha estado rondando un artículo de Elise Ureneck publicado recientemente en estas páginas: “¿Tomarán los católicos una postura contra la revolución reproductiva de Silicon Valley?”.
La columna presenta a Noor Siddiqui, fundadora y directora ejecutiva de una empresa emergente de fertilidad en Silicon Valley llamada Orchid Health. Después de leer sobre su propuesta principal —la selección poligénica de embriones—, sentí ganas de acostarme y taparme la cabeza con las sábanas.
Por suerte, tomo demasiado café para eso. Pero, en serio, ¿a qué punto hemos llegado para que semejantes ideas —salidas del mismo infierno— estén a punto de imponerse?
¡Fecundación in vitro para todos! ¡Seleccionemos los embriones congelados por defectos! Acumulemos nuestro propio depósito de posibles hijos, descongelémoslos y sometámoslos a pruebas de perfección cuando nos convenga, y luego arrojemos al basurero a los que no pasen la prueba —embriones humanos con alma inmortal—.
No puedo dejar de pensar en ese pasaje del Evangelio de Lucas 12,53, donde Jesús dice: “El padre estará dividido contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre”, y así sucesivamente.
Y también en Lucas 17,34–35: “Les digo que esa noche estarán dos en una cama; uno será tomado y el otro dejado. Estarán dos mujeres moliendo juntas; una será tomada y la otra dejada.”
La división quizá se reduzca a esto: ¿qué es un ser humano? ¿Es un individuo hermoso y único creado por Dios, con su propio sello irrepetible? ¿O es un amasijo en blanco que podemos diseñar, programar, comprar, vender, manipular o destruir al antojo de nuestros deseos?
¿Nos arrodillamos ante un Poder mayor que nosotros, o tomamos para nosotros mismos un poder monstruosamente destructivo?
Un médico observa mientras una enfermera abre un contenedor de criopreservación de FIV en 2024, en Huntsville Reproductive Medicine, P.C., Madison, Alabama. (OSV News/Roselle Chen, Reuters)
La idea de eliminar defectos y trastornos de los seres humanos me hiela la sangre. Solo tengo que pensar en mi familia, mis amigos y, sobre todo, en mí misma.
El Señor sabe que este pequeño grupo tiene su buena dosis de locos, y no lo cambiaría por nada. Entre nuestros desórdenes figuran alcoholismo, TOC, adicción al amor, adicción a la heroína, acumulación compulsiva, codependencia, trastorno negativista desafiante, bancarrotas, ejecuciones hipotecarias, gastos excesivos, tacañería, depresión, ansiedad extrema, secretos, rencillas, distanciamientos y toda clase de comportamientos “dentro del espectro”.
“Neurodivergente”: por favor. ¿Quién no lo es?
Eso es lo que mantiene la vida interesante. El sufrimiento y las alegrías que acompañan nuestras heridas, limitaciones y dones son precisamente lo que significa estar vivos.
La otra noche volví a ver, quizás, la película definitiva de “horror corporal”: The Fly (1986), de David Cronenberg, con Jeff Goldblum (Seth Brundle) y Geena Davis (Ronnie).
Seth inventa el “telepod”, un dispositivo destinado a transportar personas y objetos instantáneamente de un lugar a otro, y luego se enamora de una periodista. El cabello y la ropa de Ronnie son de otra época, pero, aparte de eso, la película se mantiene sorprendentemente vigente. Un cínico podría decir que sus 96 minutos son solo una excusa para mostrar efectos especiales exagerados, con un factor de repulsión de más de 10.
Pero sin duda, la película deja huella.
Y no solo porque sea hipnótico ver a Seth/Goldblum perder uñas, dientes y cabello (y posiblemente el pene); embarazar a Ronnie en circunstancias cuestionables; y vomitar ácido corrosivo de insecto.
No, más allá de todo eso, hay una historia de amor sorprendentemente tierna y realista entre ambos. Está el deseo conmovedor de Seth de dejar un hijo: “El bebé podría ser lo único que quede de mi verdadero yo.” Está su súplica: “Ayúdame a ser humano”, cuando ya hace tiempo ha dejado de serlo, sin posibilidad de regreso.
Está el horror ante su cuerpo cambiante y deteriorado; la comprensión de que, al alcanzar su sueño, corre el riesgo de destruir a la persona que ama; y su soledad esencial: emociones que todos conocemos, de una u otra forma.
Pero, sobre todo, está su conciencia de que, en su inocente deseo de innovar científicamente, ha sobrepasado todos los límites permisibles; ha ido a donde ningún ser humano debería ir.
Por eso The Fly me hizo pensar en esa empresa de Silicon Valley.
Como señala Ureneck:
“Para Siddiqui, el problema moral no es la posibilidad de un mundo en el que la mayoría de las personas concebidas por FIV tengan genes óptimos y baja probabilidad de enfermedades genéticas, mientras que una minoría concebida de forma natural tenga mayores probabilidades de discapacidad o de padecer trastornos genéticos.”
“Su escrúpulo moral es que todos los padres tienen un ‘derecho fundamental’ a reproducirse de este modo. La injusticia radica en la barrera económica de acceso.”
Si por ahora solo los ricos podrán permitirse este tipo de “selección” (¿les suena esa palabra?), ¿qué ocurrirá cuando solo los ricos tengan “bebés de diseño”?
¿Qué pasará cuando eliminar las imperfecciones derive, con el tiempo, en que el más leve defecto —digamos, un lunar— resulte grotesco o intolerable?
¿Qué ocurrirá cuando casarse, concebir un hijo y dejar que la vida siga su curso —como quiso Dios— se convierta en una práctica ridiculizada, marginada o incluso prohibida?
Orchid. Qué nombre tan bonito, tan inocuo, para una idea tan horrenda como la transformación final de Seth Brundle, cuando un hocico de insecto cubierto de sangre atraviesa lo que queda de su piel humana, y la criatura viscosa que emerge suplica ser aniquilada.
Como dice la frase más icónica de la película: “Ten miedo. Mucho miedo.”