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Nuevo Superman busca ser a la vez Moisés y Jesús

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¡Es un pájaro! ¡Es un avión! ¡Es una forma razonablemente entretenida de pasar el rato en el cine!

Superman es un personaje notablemente simple, lo cual lo hace casi imposible de retratar bien. La nueva entrega escrita y dirigida por James Gunn —ahora en cines— dista de ser perfecta, pero reorienta al personaje hacia su decencia entrañable, lo cual es un bienvenido correctivo a la sombría década kryptoniana previa.

Esta versión comienza in medias res, omitiendo la historia de origen de Superman bajo el correcto supuesto de que la mayoría ya conoce los detalles básicos. Para los que no lo saben, o acaban de salir de 100 años de confinamiento solitario: Superman es un refugiado alienígena del planeta Krypton, enviado como bebé segundos antes de su destrucción.

Su nave es hallada por una pareja sin hijos en Kansas, y lo crían con valores del centro del país para que se convierta en el héroe más poderoso de la Tierra. Su historia es una suerte de Moisés inverso, con los egipcios enviando a su hijo río abajo para vivir entre los humildes israelitas.

Este Clark Kent (David Corenswet) aún está comenzando su carrera como superhéroe y toma la bien intencionada pero políticamente compleja decisión de intervenir en la guerra entre Boravia y Jarhanpur. Se intuye que Gunn pretendía hacer un comentario sobre Ucrania, pero la historia lo acerca mucho más al reciente conflicto en Gaza: Washington (la ciudad, no la editorial) no está feliz, y aunque Superman luche por la verdad, la justicia y el estilo americano, estos valores solo ocasionalmente coinciden con los intereses del gobierno de EE.UU.

El archienemigo de Superman, Lex Luthor (Nicolas Hoult), planea explotar esta fricción. Este Lex tiene treinta y tantos años, lo que sitúa su calvicie en un punto incómodo, entre la de un bebé y la calvicie común, sin una explicación lógica.

Como CEO de la poderosa LexCorp, Luthor es reconocido como el hombre más inteligente del mundo, pero eso no le basta. Superman literalmente flotó desde el cielo y recibió toda la gloria por sus dones divinos, mientras que Lex tuvo que luchar para ganar cada uno de sus miles de millones. Hará cualquier cosa para que el mundo lo reconozca como su verdadero héroe, incluso destruirlo.

Superman cuenta como siempre con la ayuda de Lois Lane (Rachel Brosnahan), quien en esta versión sabe que Clark es Superman y se muestra frustrada con ambas identidades. Hay una excelente escena donde lo entrevista oficialmente y logra interrogarlo tanto por sus torpezas geopolíticas como románticas.

Gunn resuelve el 90 % de los problemas de adaptaciones previas al reconocer que una buena Lois es tan vital como Superman. Las versiones anteriores eran demasiado suaves; ella necesita ser como Rosalind Russell: masticando chicle y dando vueltas verbales alrededor del pueblerino. Es la sustituta de un público más cínico, atónita de que alguien pueda ser tan ingenuo y, al mismo tiempo, amándolo precisamente por eso.

Esta es la película más lograda de Superman desde las de Christopher Reeve, porque aquellas también entendían una verdad fundamental: que pese al triángulo en su pecho, Superman es un cuadrado. Más allá de su visión láser o sus saltos, lo más inverosímil de este Superman es que sigue siendo un boy scout en una época de ambigüedad moral.

En su momento hubo debate en los estudios sobre si James Bond podía seguir funcionando con las audiencias modernas (algo ridículo en retrospectiva, ya que los mujeriegos borrachos son populares en cualquier crisis). Pero la verdadera duda era si Superman podía seguir funcionando por lo contrario: si aún había espacio para un santurrón en un mundo deslucido.

Hoy día parecemos sentirnos más cómodos con Batman y su cruzada nacida del trauma que con Superman y su bondad sin conflictos. Hubo incluso un momento en que había dos Batman distintos en cartelera (Ben Affleck y Robert Pattinson) y ningún Superman —¿qué mejor epitafio para la década de 2010?

Las películas de Zack Snyder intentaron adaptar a Superman a los tiempos actuales, volviéndolo un "hombre de hoy", con paletas de grises tanto visual como moralmente (Christopher Nolan fue productor, para recalcar nuestra obsesión por convertir a Superman en Batman).

Tal vez eso encajaba mejor con nuestro ethos emo actual, pero simplemente no se sentía como Superman. Acudimos a él por optimismo, por colores primarios. El escritor de cómics Frank Miller describió a Metrópolis como Manhattan de día, y a Gotham como Manhattan de noche. En nuestra búsqueda de complejidad, lo único que hicimos fue apagar el sol.

Las películas de Snyder también enfatizaron la (falta de mejor término) divinidad de Superman. No fueron las primeras en trazar paralelos entre Clark Kent y Cristo —raro es el director que se resiste a mostrarlo con los brazos extendidos como en la cruz. En palabras de Ben Shapiro, Superman es verdaderamente judeocristiano, pues logra ser a la vez Moisés y Jesús.

En mi universidad jesuita nos enseñaron la distinción entre alta y baja cristología: la primera se enfoca en la divinidad de Cristo, la segunda en su humanidad. El universo de Snyder pertenece al primer grupo, con iconografía clásica y una fijación por la carga de responsabilidad de Superman hacia su pueblo.

Esta nueva entrega enfatiza, en cambio, que él es del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Para Gunn, el heroísmo nace de lo micro, no de lo macro. Es fácil dedicarse a la humanidad como idea abstracta, pero confiamos en este Superman porque estaría dispuesto a sufrir por su perro.

En cierto modo, es una falsa dicotomía. Cristo es Dios y Hombre; Superman es Kal-El y Clark. La única diferencia entre ambos está en unos anteojos falsos. Pero igual es reconfortante recordar que en su título también hay una promesa: que por más alto que vuele o por más "super" que sea, Clark Kent sigue siendo, de forma entrañable y falible, un hombre.

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Joe Joyce